Mi contacto con el conductismo empezó en el segundo trabajo que tuve como maestra de educación especial. El director de la escuela era fan de esta corriente psicológica y fue quien me contrató, de manera que me sentí obligada a adentrarme un poco en ella. Casi por agradecimiento, vamos, porque en los años setenta el conductismo tenía bastante mala prensa, como de práctica insensible (ya sabes, electrodos y tal…). Nada que ver con el imaginativo psicoanálisis, que molaba mucho más.

Bueno, pues para mi sorpresa la verdad es que funcionaba… ¡y sin electrodos ni castigos corporales, ni nada de tortura carcelaria…! En fin, que, aunque no me volví fan, tampoco le hice ascos y se me quedó agradablemente anclado en la memoria.

Viene al caso porque de repente, hace unos días, me descubrí a mí misma aplicando conductismo del bueno, sin pensarlo mucho, con mi nieta de 20 meses, y en dos ocasiones con la caca como leit motiv. Creo que lo del control de la caca debe ser un clásico del conductismo aplicado a tiernos bebés.

La primera vez estaba yo por contarle un cuento nuevo que le había regalado, muy bonito, con solapitas que se levantan y aparecen animalitos escondidos. Me di cuenta de que se había hecho caca. Yo no podía contarle el cuento con la caca encima. ¿Que por qué? Pues por dos buenas razones:

Una, porque el culito de mi nieta se irrita con la caca encima. ¡Hay que quitarla!

Dos -y tal vez más relevante-, porque a la abuela no le gusta contar cuentos con ese perfume.

– Mira, primero vamos a quitar la caca y luego te cuento el cuento.

– No, no, no, tonte, tonte, tonte (“tonte” significa cuento en el idioma bebecatalán de mi nieta).

– No, primero quitamos la caca y después el cuento.

Yo me mantuve firme. Y empezó la rabieta, la “perreta” que dice su padre.

Viendo que no cedía, le dejé el cuento y me fui a acabar de fregar los platos de la cocina. Estuvo un ratito berreando y luego se calló de repente. Me acerqué sigilosamente a ver qué pasaba.

Había tomado un pañal limpio y se había sentodo al lado, en el borde de la cama, esperando. Entonces me acerqué, la limpié, le puse el pañal nuevo y le conté el cuento. ¡Refuerzo positivo de la abuela malvada!.

Al día siguiente ocurrió algo parecido, pero en lugar del cuento se trataba de un cubo de agua que ella iba vaciando con la ayuda de una pequeña fiambrera, para regar una gran maceta en el patio, con un espliego más muerto que vivo.

La caca volvió a hacer acto de presencia, con el consecuente forcejeo:

– Vamos a quitar la caca y luego sigues regando.

– No, no, no, agua, agua, agua.

– No, primero la caca y después el agua.

Yo firme como una rocaViendo que no cedía y empezaba la rabieta, fui más expeditiva: cogí el cubo y lo coloqué en el fregadero de la cocina, lejos de su alcance. Se quedó con la fiambrera vacía. ¡Gran berrinche!

Esta vez me la quedé mirando agitando un pañal en la mano, mientras le decía varias veces: primero la caca y luego el agua (señalando el cubo).

Insistió un poquito, sólo un poquito más -creo yo que por mantener la dignidad, porque lo tenía perdido- y luego se acercó a mi y se dejó limpiar y cambiar el pañal.

Todos tenemos un pasado. El mío bien pudo haber sido de monaguillo de Pavlov.

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