Su tripulación tenía una noble misión humanitaria: atravesar un ancho mar para llevar las semillas a un pueblo de la otra orilla que las necesitaba, de manera que aprendieran a cultivarlas y a sostenerse por su cuenta.

Era una tripulación entusiasta. Todos habían contribuido con sus propias manos a armar el barco. Unos aportaron la madera, otros el metal, otros las calderas… había sido una obra colectiva apasionante. Adoraban a su capitán, un líder visionario y energético, que contagiaba ilusión y generosidad. Estaban orgullosos de él.

El primer viaje fue un éxito. El barco repleto de semillas llegó a su destino y la tripulación se dedicó en cuerpo y alma a difundirlas y fomentar su cultivo. Todos los marineros volvieron a casa satisfechos y con el deber moral de seguir llevando más y mejores semillas.

Durante el trayecto de retorno, con el barco vacío, el capitán tuvo una idea luminosa, que de inmediato explicó a la tripulación… ¿Y si aprovecháramos los viajes de vuelta para trasladar turistas de diferentes orillas? Con los ingresos que eso comportaría, se podrían comprar las mejores semillas del mercado y la misión humanitaria todavía sería más exitosa.

A todos les pareció una idea excelente y se pusieron manos a la obra. De la misma manera que en su momento aprendieron a construir barcos, aprendieron entonces a buscar clientes.

En poco tiempo alcanzaron lo que se propusieron y, durante unos pocos años, todos los viajes de retorno consiguieron recursos suficientes para ir distribuyendo millones de semillas en el puerto de destino. Fue una época dulce y dorada.

Sin embargo…

¿Te apetece saber cómo acaba este cuento? Aquí lo tienes entero: Había una vez un barco cargado de semillas.

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