Cuando tenía 15 o 16 años ví una película impresionante, La sal de la tierra, que tiraba por la borda uno de los prejuicios más complicados de desmadejar en la adolescencia: la persona oprimida y explotada es una buena persona… porque está siendo oprimida y explotada.

Pues no. Resulta que son cosas independientes, lo cual es un poco molesto a la hora de dividir la gente- ¡cómodo maniqueísmo!- en buenos y malos.

En La sal de la tierra, los mineros de Nuevo México, tratados con brutal injusticia, no estaban en absoluto vacunados para ser injustos con sus mujeres.

Los disturbios de Londres me remueven estas reflexiones. Ante el shock que representa la violencia vandálica, todos los análisis aportan, como en un caleidoscopio, una parte de la verdad: marginación, exclusión, paro, pobreza, racismo…

Y por supuesto, la expectativa de consumo, cuando éste se presenta y se vive como el valor supremo, el que otorga identidad, el que te convierte en ciudadano de primera… al tiempo que resulta inaccesible.

Un cóctel que puede llevar a la rebeldía y al compromiso, pero también a la ausencia de empatía, como muestra el vídeo del chico a quien primero ayudan a levantarse del suelo y luego roban.

La ausencia de empatía evidencia la capacidad de una sociedad violentamente excluyente en convertir en violentas y excluyentes a las personas que sufren la injusticia. Dolorosa victoria en el campo de los valores humanos.

 

 

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