En un reciente y brillante artículo, Democracia fatigada, Antoni Gutiérrez-Rubí afirmaba que la fatiga y la impaciencia, junto con el desánimo y el miedo al futuro, se extienden como otra y nueva capa pandémica: la emocional.
Decía también que vivimos en una sociedad cada vez más airada, que pasa del malestar al miedo, y que vive en la incertidumbre, porque nadie genera certezas en un presente o un futuro mejor.
Creo que tiene razón. En el grupo de amigas que nos encontramos regularmente, nos manifestamos afecto y nos damos apoyo, tenemos que luchar contra la tendencia a lamentarnos y quejarnos, o contra la nostalgia desmedida que sólo nos aporta amargura. Bueno, por lo menos somos conscientes de ello y por ello a veces frenamos y rectificamos la conversación.
Pero es una muestra más de la poca confianza que tenemos en que las cosas van a mejorar o que nuestros políticos van a ser capaces de reconducir la autodestrucción a la que parecemos condenados.
¡Qué peligro tiene todo esto! Si sucumbimos al desánimo estamos perdidos. Porque, como concluye el autor, el tándem desánimo-abstención puede ser fatal, y ya lo auguran las encuestas en Francia: Es desencanto con la política y desafección con los gobiernos. Y, ahora, fatiga democrática. Fatigados somos más vulnerables y, al mismo tiempo, irascibles, impacientes e indiferentes.
Pues si esta situación va para largo, más nos vale apostar al menos por las pequeñas buenas cosas: el cuidado, la amabilidad, la proximidad, la solidaridad vecinal…
Por eso me ha encantado este cartel colocado en un bar del barrio de Gracia. A pesar de lo mal que va todo, a pesar de la economía medio hundida, a pesar del virus, a pesar de la mediocridad de muchos gobernantes, podemos hacer que la vida sea un poco -aunque sólo sea un poco- más agradable, podemos tomar un café y arrancar una sonrisa y pensar que hoy ha vuelto a salir el sol, aunque esté nublado.
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