Cuando creíamos cándidamente que éramos más o menos solventes y que jugábamos en la primera división de los países desarrollados, algunas cosas pasaban desapercibidas o no les dábamos suficiente importancia.
El sector asociativo, de las entidades sociales y del voluntariado llegó a vivir un momento de expansión. Eso fue muy bueno y generó confianza -absolutamente merecida- hacia este tipo de organizaciones.
Pero cuando empezaron a flaquear los fondos públicos y privados que sostenían en gran parte estas iniciativas, algunos aspectos menos épicos de sus modus operandi asomaron la cabecita.
Me preocupa, por ejemplo, el poder de las personas con transtornos leves de personalidad que ostentan cargos de responsabilidad. Y digo leves porque los graves-graves suelen ser evidentes y detectarse a tiempo.
Sin embargo, los jefes, coordinadores o responsables que padecen obsesiones, delirios de grandeza, percepción distorsionada de la realidad… o simplemente ataques profundos de envidia cochina, muchas veces continúan aferrados a su puesto, ejerciendo un poder despótico y errático.
Eso ya pasaba antes, ciertamente, pero no estaba tensionado por la situación de escasísimos recursos que sufrimos ahora.
Cuando deberíamos contar con el mejor liderazgo, para enfrentarnos con lucidez y valentía a los nuevos retos, a veces no encontramos la manera de alimentarlo, atrapados en paranoias que otros crearon y no tuvimos el valor de desmontar en su momento.
El bienestar también tapaba nuestras pobres limitaciones.
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