Disfrutábamos en un campamento al lado de un lago y una de las actividades estrella eran las rutas en piragua. En total teníamos ocho, lo que daba para navegar a dieciséis jóvenes cada vez. No había para todos los jóvenes y educadores, porque eran un equipamiento caro, de manera que no quedaba más remedio que hacer turnos: mientras unos remaban otros se iniciaban en la escalada, la espeleología o el montañismo.
Una tarde encontramos a faltar una piragua. La buscamos por todas partes, pero no aparecía, hasta que uno de los chicos dijo haber visto por la mañana a un par de desconocidos desamarrando una de ellas.
– Pero… ¿por qué no les dijiste nada? – le preguntamos.
– Me dio miedo.
– ¡Pero Xavi, podías haber salido corriendo a avisarnos!
Se quedó callado, sin saber qué decir.
– ¿Qué hubieras hecho si se hubiera tratado de tu moto?
Más silencio y cara de circunstancias…
– ¡Hubiera montado un cristo considerable! – soltó de inmediato uno de sus compañeros.
Y Xavi no lo desmintió. Todos caímos en la cuenta de que, efectivamente, así hubiera sido. Para Xavi, su moto era propiedad suya y las piraguas no eran de nadie: tenía lógica haber defendido su moto como un jabato, pero claramente no tenía conciencia de las piraguas como propiedad colectiva, de que los bienes comunes son de todos y deben ser defendidos como si fueran uno mismo. O bueno, sí que tenía conciencia de lo comunitario, pero tal vez no la estima suficiente como para intentar que éste no se malograra.
Me vino esta anécdota a la memoria a raíz de los contenedores incendiados y destrozos en el mobiliario urbano en los últimos disturbios en Barcelona. Parece que no tenga nada que ver, pero tiene que ver con el concepto de lo que es de todos. Un testimonio insertado en una noticia del Periódico ilustra esta relación:
En la Estació de França se producen los primeros saqueos de la jornada. Una veintena de encapuchados vuelca contenedores y les prende fuego mientras lanza botellas al aire. “Estoy de acuerdo con quemar contenedores porque es la manera de hacer notar nuestro cabreo, pero no con las motos de particulares”, señala Marc, de tan sólo 15 años. “Se habla mucho de los contenedores y muy poco de que nos tienen a todos en paro”, explica Jose. El paro juvenil en España llega al 40%.
¿Justifica la libertad de expresión o la frustración derivada confinamiento o la desesperación por no tener trabajo ni perspectivas de tenerlo… causar daño a lo colectivo, a lo que es un bien común? Estoy convencida de que no. Podemos comprenderlo, pero no justificarlo, que son cosas diferentes.
Pero yo no voy a expresarlo mejor que el periodista Francesc-Marc Álvaro en Teorías del malestar, un artículo espléndido que debería hacernos reflexionar a muchos, en especial a todas las personas que somos sensibles al malestar de los jóvenes y que queremos un mejor presente y un mejor futuro para ellos.
Si no nos templamos un poco, esta preocupación puede deslizarnos a justificar actos destructivos como lo que se ha vivido los últimos días en las calles de la ciudad.
Pero, como dice el autor del artículo, estamos ante una gran falacia que parte de un hecho innegable y grave, por eso muchos se la tragan: los jóvenes de hoy tienen las cosas muy difíciles, sin duda. Pero esta premisa no conduce forzosamente a la conclusión de que las cosas solo cambian en una sociedad democrática si se montan barricadas (…) el malestar no nos da carta blanca para reventarlo todo.
Sé que no es muy popular decirlo, pero, entre las muchas medidas económicas, sociales, políticas, estructurales… que debemos emprender para resolver el malestar de los jóvenes y de toda la sociedad está también acentuar la educación para el bien común, los valores democráticos y la racionalidad frente al emocionalismo… que tan rápidamente se convierte en visceralismo, lo que no aporta nada bueno.
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