Hace exactamente cuarenta años que no nos veíamos con Raúl Romero. Por este motivo, y por su personalidad arrolladora, en cuanto supimos que iba a actuar en Barcelona, compramos las entradas de su concierto con el Grupo Rio. Fuimos tres amigos de los viejos tiempos: Frederic, Olga y yo.

Bueno, lo de “un concierto con el Grupo Río” es un decir. En realidad, el concierto lo brindaron también las 1300 personas que abarrotaron el martes 30 de abril la Sala Paral·lel 62 de Barcelona. El auditorio tenía muchas más ganas de cantar con que de escuchar a. Y se sabía todas las canciones, tanto de Raúl como del Grupo Río.

Parecía que todos los peruanos de Barcelona se habían citado esa noche. Mi sensación fue que los no-peruanos no llegábamos a una docena. Y, para mi sorpresa, entre el público destacaba la cantidad de gente joven absolutamente entregada a la música, las bromas, las “huevadas” -según palabras de Raúl-… de artistazos que bordean los sesenta y llevan un montón de años en el escenario.

Todo el mundo coreaba con pasión, saltaba, palmeaba, aullaba, en absoluta complicidad con los artistas y en un acto de indudable fervor patriótico hacia el Perú. Disfruté mucho. En cierta manera, el concierto me recordaba un poco la música española de los ochenta, tipo Hombres G, Duncan Dhu, etcétera. Mentiría si dijera que entendí las letras a la primera.  Bajo el sonido atronador y los vozarrones del público,  la mayoría de las veces necesitaba buscarlas en el google del móvil para enterarme de algo.

A pesar del tiempo transcurrido, Raúl sigue siendo el niño listísimo, movido, incansable, irónico y travieso que yo recordaba de cuando era su monitora en Bellvitge, el barrio de L’Hospitalet donde vivió su familia una larga temporada. Con Raúl fui de excursión, de colonias, campamentos; jugábamos, cantábamos, hacíamos teatro, bailábamos y discutíamos hasta caer rendidos.

Está igual, pero en grande. A los trece años volvió al Perú y regresó a los veintitrés. Poco después volvió a su país y ya se quedó. En agosto del 82 Frederic y yo nos apuntamos a una expedición a la Cordillera Blanca, con la intención de coronar el Pisco. No lo logramos porque nos frenó el soroche, el mal de altura que pillamos, en buena parte, como resultado de una mala aclimatación.

Para desquitarnos, nos juntamos con Raúl, su hermano Óscar y un amigo suyo australiano y nos fuimos a recorrer el Camino del Inca. En esa época, este trekking no estaba tan organizado y controlado como ahora. Fueron cuatro días y tres noches salvajes, a la aventura, en el más puro estilo Raúl, es decir, improvisando todo el rato: la tienda de campaña y la comida eran solamente las que llevábamos nosotros, con lo cual tuvimos que repartirnos lo previsto para dos entre cinco personas. Pasamos mucha hambre, pero nos divertimos lo que no está escrito.

Al acabar el concierto, con la ayuda de Jorge Rodríguez, otro amigo común, ahora profesional de la dirección y producción artística, fuimos al backstage a abrazarnos.

La maravillosa sorpresa fue descubrir que Raúl vive ahora en Madrid, lo cual quiere decir que vamos a tener muchas más posibilidades de encontrarnos y regalarnos nostalgia de la buena: esa que provoca cariño, historias, sonrisas y lágrimas para alimentarnos durante semanas.

Tiene algo de misterioso e incomprensible eso de encontrarte con un amigo después de mucho tiempo y comprobar que el vínculo sigue intacto. Pero en el fondo, sabes que ese vínculo se alimentó de confianza, el ingrediente que salva cualquier cosa. Por eso hay que cultivarla.

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