Fuimos a ver La voluntaria, la película de Nely Reguera protagonizada por una inmensa Carmen Machi. Sin ser una obra redonda, nos gustó muchísimo la historia, la interpretación y todas las cuestiones que plantea de una manera sincera, sin caer en maniqueísmos.

El mundo del voluntariado expresa probablemente mucho de lo mejor del ser humano, pero eso no quita que no existan en él contradicciones y mezquindades, como en todas partes. Desde mi punto de vista, la película retrata magistralmente esas contradicciones a dos niveles:

Por un lado, en el nivel de las situaciones y conflictos individuales, con el personaje de Marisa (Carmen Machi), médica jubilada que no acaba de encajar en un equipo de jóvenes oenegeros y que mezcla sus deseos de ayudar con sus frustraciones personales.

Pero también en las actitudes de rigidez del equipo de voluntarios, que siguen a rajatabla sus normativas -como  la jefa del equipo (fantástica Itsaso Arana) – o son cautivas de sus prejuicios -como la joven antisistema abanderada del antiautoritarismo educativo. En este sentido, resulta magnífica la escena de la discusión en el bar entre esta joven y Marisa, acerca de los recortes sanitarios en España.

Por otro lado, en el nivel de las contradicciones de la ayuda humanitaria a escala de relaciones entre el mundo desarrollado y “el otro”. Es inevitable plantearse si estamos haciendo lo que debemos o, por lo menos, si lo estamos haciendo bien.

En cualquier caso, me ocurrió con La voluntaria algo parecido a La costa de los mosquitos, y mira que son películas diferentes: empiezo simpatizando con el personaje protagonista y su idealismo naïf y poco a poco paso al uy, uy, uy, que se le está yendo la olla.

A la salida del cine comentábamos el caso de la acogida a los niños y niñas del Pueblo Saharahui en verano. Nosotros fuimos hace mucho tiempo familia acogedora y la verdad es que la experiencia estuvo plagada de contradicciones. Demasiadas para atreverse a repetirla.

Parecería que esta película nos animara a apuntarnos a la desconfianza hacia el buenismo. Pero no nos engañemos: como acertadamente apunta Jorge Riechman en el artículo ¿Abandonar el buenismo?: Cuando le vengan a usted con el recurrente sermón cotidiano contra la izquierda buenista y moralista, sepa que casi siempre la diana de la diatriba es cualquier intento de ética colectiva que pretenda limitar la libertad individual (modulada por el poder adquisitivo) a hacer lo que a uno le dé la gana sin tener en cuenta a los demás.

Las personas que deciden dedicar al voluntariado horas de su tiempo o incluso su vida entera contraen un compromiso vital éticamente irreprochable. Y en tanto que seres humanos -que no ángeles ni seres de luz- están sometidas también a sus limitaciones, claroscuros y miserias personales. Pero cada cosa es cada cosa y, si acaso, a su favor tienen que la opción del voluntariado las puede empujar más a enfrentarse a esas contradicciones.

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