Cada primavera, con la llegada del tiempo soleado, me viene a la memoria una conversación que tuve una vez con una profesora de secundaria. Soy consciente de que me estoy metiendo en un jardín.

Me comentaba que periódicamente surgía en su colegio una discusión entre el profesorado acerca de si se debe o no poner límites a la indumentaria veraniega de carácter sexy que lucen algunos adolescentes. Hay que decir que la vestimenta que generaba la preocupación solía ser más la femenina que la masculina.

La verdad es que a mí también me sorprenden algunos looks -¡ojo!, he dicho “algunos”, no todos van así- que veo a las puertas de los institutos, consistentes en ropa muy escotada, muy ceñida, muy transparente, muy corta. Sinceramente y a riesgo de parecer viejuna -que probablemente lo soy- me choca tanto estilismo sexy en el marco de una escuela. Me resulta fuera de lugar.

Por tanto, me interesaba mucho la opinión de los profesionales que trabajan en el día a día con estos chicos y chicas. Y escuché con atención. Se lamentaba mi amiga de que esta discusión entre docentes nunca se resolvía del todo bien, porque las opiniones estaban muy divididas. Por simplificar, vamos a llamarles los prohibicionistas y los permisivos.

Por un lado, los prohibicionistas sostenían que todo tiene un límite y la vestimenta no es neutra. Si en el colegio no se admitían, por ejemplo, camisetas con mensajes xenófobos, tampoco se deberían admitir indumentarias que transmitieran una imagen femenina de objeto sexual.

Por otro lado, los permisivos defendían de la libertad de expresión: los docentes no podían interferir en algo tan personal como la manera de vestir y menos en la adolescencia, en que los chicos y chicas exploran sus posibilidades, qué imagen quieren dar, a quién se quieren parecer.

Frente a estos argumentos, los prohibicionistas aducían que siempre existe la posibilidad de vestirse así fuera del colegio, pero que dentro del colegio pueden y deben regir otras normas, como de hecho pasa en otros aspectos (fumar o beber alcohol sería un ejemplo).

Luego la discusión se enzarzaba en si el problema está en cómo se viste una o cómo la miran los otros, en si distrae o no distrae, en que si la familia lo permite o no, etcétera. Un buen lío. Y al final, se dejaban las cosas como estaban, ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo entre el equipo docente. O sea, que al año siguiente, más de lo mismo.

Yo no soy equidistante en esto. Rechazo en educación todo lo que refuerza los estereotipos de género, en particular la imagen de la mujer como objeto sexual. Y me repugna especialmente cuando esto afecta precozmente a niñas que apenas son adolescentes, aunque esto de la precocidad es otro tema.

No veo por qué la escuela no puede poner reglas claras en el asunto de la indumentaria, me refiero a reglas que se expliquen de manera abierta, razonada y transparente, aún a riesgo de que sean rechazadas por los jóvenes y alegremente transgredidas al salir del recinto escolar.

Está claro que poniendo límites en esto nadie conseguirá el premio a la popularidad del profe más guay, pero ¿ese premio es necesario? El hecho de que los adolescentes desafíen las normas y se las salten forma parte de su desarrollo. Para saltárselas, primero tienen que existir.

Y, en cualquier caso, más allá de la pedagogía, no nos pueden ser ajenas las causas y consecuencias sociales de la difusión del estereotipo hipersexualizado que perjudica sin duda a la mujer, al colocarla como objeto de consumo.

En su estudio El cuerpo de las mujeres y la sobrecarga de sexualidad, la profesora Rosa Cobo Bedia indica que esta hipersexualización se produce en  un mercado libre y sin límites que ha entendido que los cuerpos de las mujeres son una mercancía de la que se extraen plusvalías necesarias para la reproducción social de los patriarcados y el capitalismo neoliberal.

Como denuncia Dofemco: En una sociedad patriarcal como la nuestra, partimos de una socialización diferenciada que se hace muy evidente en la representación que los medios hacen de hombres y mujeres, dando cabida a los roles más arcaicos, al sexismo más rancio y a la cultura de la violación.

Yolanda Domínguez, autora de “Maldito estereotipo”, afirma que quienes generan estos estereotipos y defiende su libertad de expresión ciertamente la tienen, pero no la tienen aquellas personas que los reciben. Para que fuera colectiva, habría que sustituir el concepto de libertad de expresión por responsabilidad de expresión.

Parece un oxímoron, pero cuando se trata de género, los que aparecen como más libertarios pueden resultar los más conservadores.

La foto de este post está sacada del vídeo Revelando los estereotipos que no nos representan de Yolanda Domínguez, ¡muy recomendable!.

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