Me gustaría saber si todavía queda alguien que defienda el uso de móviles en clase. Antes de la pandemia, si manifestabas desconfianza acerca de dejar que los chicos y chicas llevaran sus móviles a clase, eras frecuentemente tachada de retrógrada, desconfiada, clasicona y no sé cuántas cosas más. ¿Pasa lo mismo ahora? No lo tengo claro.

Se suponía que tu ceguera pedagógica no te permitía ver las innumerables ventajas de que el alumnado llevara encima un dispositivo móvil para encontrar información, interrelacionarse, etcétera.

Incluso llegué a escuchar, por parte de educadores bienintencionados y además excelentes personas, que había que permitir el móvil en las colonias y campamentos, porque así se podría enseñar a los niños y niñas a usar el dispositivo moderadamente y con sentido común.

Hay que reconocer que somos alérgicos a prohibir y estamos enamorados del seducir, sin tener en cuenta que también somos limitados y que la adicción al pasapantallas, a la inmediatez y a los efectos especiales puede ser muy, pero que muy, poderosa, a veces más que nuestras armas personales de seducción.

Si a los adultos nos cuesta lo que no está escrito prescindir de mirar el whatsapp el facebook o el twitter cuando tenemos el móvil cerca, ¿por qué pensamos que nuestros niños y niñas van a ser más fuertes que nosotros?

Me alegro de que empiecen a surgir voces de alarma que desmontan el mito de los nativos digitales para hablar crudamente de los huérfanos digitales. Ayer fui a la presentación del Manifiesto sobre el uso de las pantallas para promover un desarrollo saludable en la primera infancia (0-6 años), una iniciativa de un equipo interdisciplinar de profesionales.

Recomiendo leer este documento que contiene el detalle de los efectos nocivos descritos en la literatura científica en relación con la sobreexposición continua a las pantallas de los niños menores de seis años: efectos en el desarrollo cerebral, en la salud y el desarrollo físico y en la salud emocional.

El manifiesto reúne 7 propuestas todas ellas razonables, que no están dirigidas a culpabilizar a las familias, sino a lograr un compromiso solidario entre los diferentes agentes que actúan en la educación de la primera infancia, familias incluidas. Además, los autores incluyen el listado de investigaciones científicas en que se apoyan sus argumentos.

En el turno del debate, muchas profesionales de educación infantil y de pediatría expusieron sus experiencias y corroboraron la urgente necesidad de movilizarse contra esta sobreexposición y sus efectos negativos.

¿Hay algún elemento de esperanza? Sí, alguno hay:

Por un lado, la constatación de que muchas familias actúan simplemente por ignorancia cuando  utilizan las pantallas como recurso tranquilizador para sus hijos e hijas. Padres y madres quieren lo mejor para su prole, pero no siempre aciertan.

Por otro lado, Anna Ramis, una de las impulsora de este colectivo, reprodujo el testimonio de una terapeuta que había comprobado hasta que punto es posible cambiar las prácticas cuando se explica a las familias, con respeto y cariño, cuál es el riesgo de ese recurso tranquilizador y cómo pueden usar otras estrategias que, además, crean también otro clima familiar.

El primer reto, pues, es que las familias y los educadores en general tomen conciencia del riesgo que supone el abuso de pantallas, que en ningún caso es inocuo.

Y el segundo reto es que estas personas adultas al cuidado de los niños y niñas dispongan de ideas y recursos alternativos a las pantallas, que estén a su alcance y cuenten con apoyo social.

Vale la pena afrontar ambos retos para proteger a nuestra pequeña infancia.

 

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