Hace exactamente un año publiqué el post que sigue, a raíz de la celebración del 8 de marzo. Lo he vuelto a leer por si acaso tenía que matizar algo. Pienso que no, pero sí que me gustaría enfatizar una convicción:
Estoy absolutamente segura de las buenas intenciones de aquellas feministas que defienden la autodeterminación de género, la formulación de la propuesta de Ley Trans o la regularización de la prostitución. Si apoyan estos postulados es porque creen sinceramente que así defienden mejor los derechos de las mujeres y de los colectivos vulnerables.
Yo no comparto estas ideas y lo explico en el post que sigue, pero quiero afirmar que si bien el pasado domingo fui a la concentración de las feministas que defienden la abolición de la prostitución y que el ser mujer no es un sentimiento subjetivo como afirma la teoría queer, esta tarde iré a la manifestación unitaria. Hay muchas causas y luchas que nos unen, mas allá de las diferencias.
A los doce años yo quería ser un niño. Lo recuerdo perfectamente. Me parecía que los niños hacían cosas más interesantes, tenían más ventajas y se les hacía más caso. Por otro lado, no me gustaban mucho los juegos “de niñas” ni era demasiado aficionada a engalanarme.
Además, aprendía en la escuela que los hombres eran los protagonistas de la historia. La Historia, así, con mayúscula, era una de mis asignaturas preferidas y en ella las mujeres estaban ausentes o eran actrices secundarias, prescindibles a la hora de contar las cosas que eran realmente importantes…
Si en aquel momento alguna persona me hubiera sugerido que tal vez lo que ocurría era que yo era un niño cautivo en el cuerpo de una niña, creo sinceramente que no sólo me hubiera parecido una idea tremendamente sugerente y plausible, sino que incluso hubiera hecho un esfuerzo por creérmela y defenderla. ¡Qué bien, ya tenía a mano la explicación de mi frustración!
Si en aquel momento la ciencia hubiera estado al nivel que está ahora, si mi familia no hubiera sido tan tradicional y patriarcal, si, en definitiva, la sociedad de entonces fuera la de ahora, yo hubiera podido iniciar un camino para cambiar mi cuerpo de niña a niño, convencida de que eso me haría más auténtica y más feliz.
Suerte que no sucedió así. A la frustración individual de los doce años siguió una adolescencia que me permitió ver el lado colectivo del asunto y, progresivamente, adquirir una conciencia de justicia social. No iba a renunciar a ser mujer, sino a reivindicar derechos y vida plena para las mujeres. Eso fue fruto de la adquisición del pensamiento abstracto, una madurez cognitiva que una no tiene a los doce años.
Bueno, se puede objetar que los niños y niñas de ahora son más listos y maduros que la infancia de los años sesenta. Puede ser, no te digo que no… pero tengo mis dudas, porque la autosugestión existe en todas las edades, pero en la infancia puede tener consecuencias devastadoras.
Por eso comparto con Laura Freixas la preocupación por la Ley Trans, de que esa idea de una “identidad” que puede haberse equivocado de cuerpo lleve de la manita a niñas y niños a tratamientos hormonales agresivos y cirugías irreversibles.
Con otras palabras, pero en la misma dirección, apunta Marina Subirats cuando afirma que se diga lo que se diga en este momento, los géneros no son fruto de deseos personales, sino de modelos construidos por las diversas sociedades y culturas para moldear las criaturas a unos determinados comportamientos, emociones y aspiraciones de acuerdo con aquello que está prescrito para cada uno de los sexos.
Estoy convencida de la buena intención del Ministerio de Igualdad. Seguro que las mujeres que lo dirigen desean lo mejor y lo más justo. Pero creo que no han reflexionado lo suficiente en lo que respecta a los niños y niñas entre 12 y 16 años, como se manifiesta en el articulado del Título II del borrador de la Ley: Rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas.
A los 12 años no se puede desproteger a la infancia, ni siquiera bajo la noble idea de respetar sus deseos.
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