Estuve dos mañanas con sendos grupos clase de Formación Profesional. Eran sesiones de dos horas empezando muy prontito, como a las ocho y veinte, con un breve descanso de cinco minutillos en medio. Después de dos años impartiendo sesiones online, la verdad es que me hace ilusión recuperar el formato presencial.

No eran grupos muy numerosos, a lo sumo veinte estudiantes, en su mayoría jóvenes entre 18 y 24 años. Tenía que hablarles de aprendizaje-servicio. Me había preparado una presentación, películas, algún ejercicio y alguna dinámica para focalizar la atención en algún aspecto y para espabilar la atención.

No pude evitar observarme un poco a mi misma y me di cuenta de que, a pesar de llevar mascarilla y sin haberlo planificado expresamente, estaba exagerando bastante en los gestos, el tono de voz, las pausas… Toda la sesión fue un ejemplo de sobreactuación por mi parte.

Tampoco es que esto sea muy sorprendente viniendo de mí, porque ya tiendo bastante a teatralizar y montar el número, pero en este caso tenía la sensación de que si no cargaba un poco las tintas, perdía su atención, al menos, la cantidad de atención que yo considero necesaria para seguir una clase. Quiero creer que era una sensación errónea.

Hay que decir que, salvo excepciones, siguieron la clase con atención e interés, aplaudieron, dijeron que les había gustado… Pienso que a lo mejor me hubieran seguido sin tanto despliegue dramático y la verdad es que eso hubiera sido el desempeño correcto por mi parte.

Hace mucho tiempo que me preocupa la escalada de fuegos artificiales que parecen necesarios para conseguir la atención de los estudiantes. La atención, el interés y motivación son como objetos de deseo que se han de conseguir a toda costa, a ser posible de manera placentera, huyendo de un demonio llamado aburrimiento. Esto puede acabar siendo una esclavitud para el docente y una anestesia progresiva para el alumnado.

¡Incluso me preocupaba este tema cuando era monitora de campamentos! Recuerdo una vez que, en el entorno idílico de una excursión que seguía el curso de un torrente transparente y lleno de peces y anfibios, la monitora que guiaba la excursión consideraba que el éxito de la misma con los niños y niñas se debía a que había organizado danzas dentro del agua.

Puesto que la monitora “no se fiaba” de que los niños y niñas se interesaran por la naturaleza “sin más”, se sintió obligada a añadir actividades a priori más atractivas. Había que incorporar algo raro y sorprendente. De esta manera, creo yo, se dejaba de perseguir y se anulaba la capacidad de sorpresa y fascinación por la naturaleza misma, la cual acababa siendo una simple escenografía. ¡Y encima con la coartada guay de la imaginación y la creatividad!

Esta trampa educativa la explica muy bien Catherine L’Ecuyer en dos de sus libros, Educar en el asombro y Educar en la realidad. Bien, pues yo creo que el otro día me equivoqué, cayendo en la trampa y dando por sentado que las estudiantes se iban a distraer a menos que yo sobreactuara. ¡Debería pedirles disculpas!

Tal vez la atención, ese bien tan preciado, debe ser el compromiso previo que nunca viene mal recordar. No se trata, pues, de hacer lo que sea por conseguirla, sino pedirla ya de entrada, como garantía para aprender, claro, pero también como muestra de respeto al trabajo de quien ha preparado una clase. ¡Tomo nota!

Esta mañana hemos estado paseando por el Espacio Natural del Remolar (foto de este post), en el Delta del Llobregat, donde lo extraordinario es la placidez del paisaje, tan cerca del aeropuerto. Hemos visto cormoranes, garzas reales, fochas, ánades blancos y un petirrojo descarado que se ha dejado fotografiar muy bien. Hay que aprender, sin duda a apreciar la sencillez.

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