Ya estaba yo sorprendida de lo mucho que me estaba durando el espatifilo que me regalaron hace tres años, porque apenas le proporcionaba cuidados.
Tan sólo cuando las hojas empezaban a mirar hacia abajo, su esbelta figura se desmoronaba y notaba la tierra seca en superficie, lo regaba por inmersión en un cubo de agua, esperando que salieran burbujas hasta que la tierra estaba saturada de agua. Las hojas no tardaban mucho en enderezarse y la planta volvía a tener un buen aspecto.
Pero estas Navidades me olvidé de él totalmente. Estuvo sin riego de ningún tipo y ambiente seco durante diez días y, cuando volví a casa, lo encontré en un estado lamentable, con todas las hojas prácticamente planas reposando desmayadas encima de la maceta. Le dí por muerto pero, por si las moscas, lo mantuve día y medio sumergido en el tradicional cubo de agua.
Al ver que no remontaba, pensé que ya se había acabado definitivamente, lo saqué del tiesto y lo puse a escurrir en otro cubo seco, dispuesta a tirarlo al contenedor orgánico en cuanto dejara de gotear.
El caso es que 24 horas después, contra todo pronóstico y para mi sorpresa, abandonado en un cubo seco, el espatifilo se irguió y volvió a recuperar su lozanía: ¡¡estaba vivo!! Total, que lo he vuelto a colocar en su maceta y espero no volver a desahuciarlo tan injustamente.
Pues bien, algo parecido me pasó ayer con Mauricio. Hacía muchísimo tiempo que no le veía y la verdad es que tampoco le echaba de menos. Le tenía por una persona zafia y soberbia, con escasas habilidades sociales y empatía cero. Para echar a correr, vamos.
Pero como mi espatifilo injustamente considerado, Mauricio me sorprendió al mostrarse como una persona encantadora. Ha mejorado muchísimo con el tiempo. Bueno, o tal vez yo me he vuelto mucho más abierta y comprensiva de lo que era hace años, vete tu a saber. El caso es que estaba comunicativo, alegre, culto, recordando los viejos tiempos con cariño.
Eso me hizo pensar en lo mezquinos que somos a la hora de confiar en los demás, en la poca fe que tenemos en la capacidad infinita de las personas por absorber las cosas buenas.
Tal vez cuando yo le conocí Mauricio no estaba en su mejor momento, sufría problemas que yo nunca supe, o, sencillamente, su ritmo era otro. En cualquier caso, yo ya lo había clasificado, juzgado y descartado. Si me hubieran asegurado que con el tiempo se transformaría a mejor, no lo hubiera creído. Lo daba por inútil. Craso error por mi parte: todos tenemos siempre margen de mejora. Confiar en las personas, aunque a veces no salga bien y nos llevemos algún que otro chasco, siempre es mucho mejor que desconfiar. Y más justo.
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