Caminar a las 7 de la mañana, sin otro propósito que el de disfrutar caminando, produce muchas veces intensas reflexiones acerca de temas de lo más diverso. Sobre todo si una camina acompañada, como es mi caso, de personas que también disfrutan conversando.

El sábado pasado recorrimos unos 12 kilómetros y platicamos acerca de la experiencia de trabajo con personas incompetentes, una situación en la que todas nos habíamos encontrado.

Un elemento en común que surgió fue que en todas esas experiencias las personas que se esfuerzan en hacer bien su trabajo salían perdiendo frente a la capacidad de escaquearse de las personas incompetentes.

Frecuentemente esto obedece a un estrecho concepto de lo que es trabajar por parte de las incompetentes, que limitan hasta extremos ridículos cuáles son sus obligaciones laborales, límites que en ningún caso quieren traspasar, porque “no las han contratado para esto”.

Esta falta de flexibilidad no contempla las mil vicisitudes e imprevistos de la vida cotidiana y comporta que, como la tarea se tiene que hacer igualmente, otras personas carguen con ella. Al final, se genera un círculo vicioso, porque una se acostumbra a dar por sentado que fulanita no va a hacer tal cosa y, por tanto, ya no se la pide.

Por contra, en los equipos de trabajo tardamos muy poco en identificar aquellas personas fiables, que están para lo que haga falta. Y, sin darnos cuenta, acabamos abusando de ellas, mientras las incompetentes viven mucho más felices y tranquilas.

En otras ocasiones, las personas incompetentes buscan la supervisión permanente de su trabajo por parte de los demás, en un ejercicio que casi pasaría por simpático y humilde, o propio de una persona insegura que necesita ayuda y comprensión. Pero no nos engañemos, porque al no desear ni esforzarse en mejorar su autonomía, estas personas cargan su trabajo en las espaldas de las compañeras que se ofrecen a ayudar. Así, las acaban implicando en resolver sus problemas. Una vez más se castiga a la persona responsable y comprometida en beneficio de la negligente.

Y también existe la incompetencia del que no hace si no le estás encima para que haga. Le tienes que llevar tu el calendario, le tienes que recordar continuamente sus compromisos, como si tu no tuvieras nada mejor que hacer, como si fueras su reloj-alarma con patas. Perseguir a las personas para que hagan su parte, aquello que es su responsabilidad o su obligación, es una tarea irritante y pesada, que consume mucha energía. Pienso sinceramente que no es justo que esto se cronifique cuando se podría evitar asumiendo cada uno lo que le toca.

Sea por lo que sea, las personas incompetentes acaban marcando un mal clima de trabajo, enquistando los problemas y, aunque no sean conscientes de ello, ejerciendo un despotismo atroz sobre sus compañeras y compañeros.

Al final, creo que hay que establecer una diferencia entre trabajar y trabajar bien. Resulta que en muchas situaciones de la vida sólo trabajar a secas no es suficiente. Es necesario trabajar bien. No sólo por compromiso con la tarea, sino también por solidaridad con los demás.

Y, por otro lado, creo que a veces hay un vacío de liderazgo que alimenta la dictadura del incompetente. Quien debería atajar la explotación de unos por otros y crear un clima de compromiso y respeto, mira hacia otro lado. Se inhibe y deja que pase.

Cuando oigo mucho rato a Wagner me entran ganas de invadir Polonia, decía Woody Allen en la película “Misterioso asesinato en Manhattan”. A mi me entran ganas de invadir Polonia cuando sospecho que el problema principal de que aparezca la dictadura de la incompetencia en un equipo de trabajo es precisamente la incompetencia del líder que no asume su responsabilidad. Lo siento, bonito, pero eso va con el cargo.

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