Finalizado el verano me paso algunos días frenando la nostalgia de la montaña, del aire puro, del olor a hierba fresca, de los ríos, lagos, marmotas, cabras y buitres. Pero la nostalgia es buena sólo un ratito, luego hay que guardarla en un cajón, porque lamentarse sin freno de la ausencia de las cosas buenas no lleva a ninguna parte.

Sin embargo, el verano me trae otros alimentos en forma de lecturas. Y éstas no se agotan ni generan nostalgia, porque se pueden disfrutar una y otra vez. Son los libros que me han acompañado y me han ayudado a mover la mente además de las piernas.

Empecé el buen tiempo con Escuelas que valgan la pena, el libro de Pepe Menéndez. Me ha encantado por la forma periodística que tiene el autor de contar las historias y cómo a lo largo del libro se va haciendo evidente que no hay una sola manera de ser una buena escuela ni de ser un buen maestro o maestra. En cualquier caso, como afirma Pepe, si creemos que uno de los propósitos fundamentales de la educación es la construcción de ciudadanía, es necesario que nos preguntemos qué tipo de alianzas y estrategias de educación comunitaria podemos crear desde la propia escuela. Ok, Pepe, ahí podemos coincidir.

Después me sumergí en Mar d’estiu. Una memòria mediterrània, de Rafel Nadal. Los libros de viajes me encantan y éste está tan bien escrito, es tan sugerente, que oyes el sonido de las olas y notas el gusto salado en la boca. Como pasa a veces, un libro te rememora otro, y el mar d’estiu me rememoró el Corfú de Gerald Durrell, una trilogía que tengo que volver a leer. En cualquier caso, Nadal me ha abierto el apetito de mediterráneo, algo que casi nunca puedo saciar porque la cabra tira al monte, el año tiene 12 meses y el día 24 horas. Pero no voy a renunciar, alguna vez tengo que transformarme en cabra mediterránea.

Por otro lado, mi amiga Xus me recomendó L’últim patriarca, la obra de Najat El Hachmi que mereció el Premio Ramon Llull en el 2008. También me ha gustado mucho y además ha consolidado el cambio de opinión que yo ya estaba experimentando respecto al velo islámico. He tenido siempre una mirada tolerante con este tema, al considerar el velo como un aspecto cultural digno de respeto, como podría ser el té a la menta o el cuscús. Creo ahora que esto ha sido un error de apreciación por mi parte, al no tener en cuenta el valor simbólico de dominación que el velo comporta. La única cosa que no me acaba de convencer del libro es el final. Esto me pasa con otras novelas, cuyo  final me desconcierta y normalmente no sabría decir por qué.

Finalmente he acabado Sobre la felicidad, de Fréderic Lenoir, un filósofo francés a quien ya conocía por su obra dedicada a Baruch Spinoza. Otro Frederic me regaló en julio este libro. Aparte de disfrutarlo, me ha ayudado a aprender más de filosofía, una materia que yo odiaba y en la que no aprendí casi nada cuando era adolescente. Aunque suene a excusa de mal perdedor, ¡si hubiera tenido un profe como Lenoir seguro que otro gallo hubiera cantado! Uno de los aciertos más interesantes del libro es la correlación que establece entre pensadores occidentales y orientales, una delicia.

Volviendo a la nostalgia, creo que la lectura es, sino un antídoto, una buena compensadora. Voy a repasar corriendo el libro de Pepe, porque mañana hemos quedado a cenar con él para permitirnos cinco minutillos de dulce nostalgia y luego comentarlo. ¡Nutrición tota!.

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