Hace apenas unos meses estábamos mi hija, mi nieta y yo regando las plantas del patio de una amiga que se había ido de viaje. En el patio había un desnivel salvado por cuatro escalones y en un instante mi nieta, que entonces tenía un año y medio, resbaló y rodó hacia abajo. Aparte del susto, sólo se hizo un rasguño sin mayor importancia. Pero podía haberse golpeado la cabeza o caer con mala fortuna y el resultado hubiera sido otro bien diferente.

Sin embargo, en teoría estaba protegida por su madre y con su abuela, las cuales, lógicamente, no la estaban mirando en el momento del resbalón. Quiero decir que a veces pasan estas cosas porque es imposible mantener la vista fijada siempre en los niños y niñas. De hecho, la mayoría de los accidentes infantiles se producen en entornos cotidianos, donde los niños y niñas están acompañados de su familia o educadores.

A mi misma se me escurrió mi hija de las manos cruzando un arroyo por un puente de troncos muy seguro cuando tenía unos seis años y eso que la llevaba bien cogida.

¡Es imposible evitar todos los riesgos! Por otro lado, si lo intentáramos tal vez nos convertiríamos en una sociedad miedosa y paralizante. Lo cual no quita que intentemos hacer lo posible para controlarlos.

La mala suerte existe y la negligencia también. Existen ambas y nos cuesta mucho aceptarlo. Cuando hay un accidente escolar, como por ejemplo los últimos que han ocurrido esta primavera y verano, corremos a buscar culpables, porque tiene que haber una explicación y la más sencilla es pensar que alguien no hizo bien su trabajo. Pero a veces no hay culpables y lo que ocurrió fue pura mala suerte.

¿Cómo vamos a poner un policía todo el tiempo al lado de cada chico o chica para impedir que haga tonterías y se ponga en peligro? Es imposible. Una de las terribles noticias describía así los hechos:

Un estudiante de 15 años murió ahogado(…). El menor formaba parte de un grupo de escolares y había participado en una actividad lúdica de remo con kayaks en el río. Según las declaraciones de algunos testigos, cuando la mayoría de botes ya estaban aparcados en la orilla, el joven se quitó el chaleco salvavidas para darse un chapuzón. Fue arrastrado por la corriente y sus compañeros le perdieron de vista.

Sinceramente… ¿no nos podría haber pasado esto a nosotros? Pues sí. Un chico se pone en peligro y en ese mismo instante no estás a su lado para impedirlo.

Dicho esto, y sabiendo que cualquier actividad comporta riesgo, lo que sí podemos hacer es procurarnos factores de protección:

  • Una organización impecable que se llega a convertir en rutina, porque sólo así se consolida y forma parte de la manera normal de funcionar.
  • Una educación para el autocuidado: los niños y niñas tienen que aprender a protegerse del peligro. Actuar imprudentemente debe provocar rechazo y no admiración: lo valioso es saber cómo conducirse en el transporte público, cómo caminar por la montaña, cómo prever e identificar los riesgos, cómo desinfectarse una pequeña herida…

Hay iniciativas educativas extraordinarias como el proyecto de aprendizaje-servicio Supervial en el CEIP Malala de Mairena del Aljarafe, en la que los niños y niñas de 4 años, con el apoyo de la Policía Local, van interiorizando las claves de la seguridad y las comparten con la población.

Este es el camino.

 

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