He pasado una semana con mi nieta. Bueno y también con mi hija, mi marido y mi yerno. Una semana concentrada en abuelear como Dios manda, o sea, en contarle cuentos, cocinar, alimentarla, bañarla, pasearla, llevarla a la guardería y recogerla, llevarla al parque de juegos…

Y como vive en la montaña, también hemos salido a ver los caballos, las gallinas, el bosque, los ríos, los renacuajos, las flores, las hojas secas y los brotes verdes.

Intento que no suene muy tradicional o conservador, pero no sé si lo consigo. Sé que si toda mi vida fuera siempre trabajo doméstico y asistencial también me agobiaría.

Pero el caso es que esta semana centrada en el aquí y el ahora, en dar y recibir cariño, en maravillarme de los avances de mi nieta, con menos twitter, menos emails, menos estar pendiente del whatsapp, menos dispersión, menos multitareas… ha significado una especie de paréntesis saludable en forma también de dieta digital.  No puedo por menos que reconocer que mi nieta me aporta salud mental en estado puro, me limpia la mente de neuras, vaya.

Leyendo Cómo abordar los desafíos del mundo desde la neurociencia, una entrevista de Iñaki Gabilondo a Facundo Manes, comprendo perfectamente hasta que punto el contacto humano, las relaciones personales, son lo más valioso que tenemos y van a serlo cada vez más en nuestro atribulado futuro.

Afirma el neurólogo y neurocientífico argentino que en unos años vamos a valorar como algo “premium” –como hacemos con la comida orgánica hoy– el contacto humano. Vamos a volver a poner como uno de los factores más sofisticados y de más placer el vínculo humano y vamos a usar la tecnología como usamos un coche. Así que yo creo que estamos en una época en la que mucha gente utiliza la tecnología, pero para alcanzar el bienestar en el futuro, va a tener que reducir su uso, porque, si bien es fantástica, nos agota, nos hace menos productivos y nos genera ansiedad.

Antes de la pandemia con las amigas del barrio quedábamos a desayunar el último viernes de cada mes. Pero desde que se levantó el confinamiento, quedamos ya todos los viernes. Necesitamos ese contacto físico directo sin pantallas mediante, ese apoyo mutuo que reconocemos explícitamente como un bálsamo de bienestar sin el cual la vida sería mucho más triste y con menos cables a los que agarrarse.

Como si me hubiera oído, mientras escribo esta frase un verdecillo de la tribu que merodea en el patio de manzana se posa en el cable de la ventana y se acerca a picotear el grano de mi comedero urbano. Y me recuerda que, en mi aquí y ahora, él también me importa.

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