Es un tópico entre las personas amantes de la naturaleza lamentarse de las consecuencias indeseables para el medioambiente que tiene el aumento de frecuentación de la montaña.

Por ejemplo, en Barcelona, la pandemia y el confinamiento perimetral impuesto por la pandemia ha supuesto una cierta avalancha de visitantes al parque natural de Collserola, que cae en gran parte dentro del término municipal de la ciudad. ¡Tampoco se podía ir mucho más lejos!

– ¡Está todo más sucio y dejado! Hay más papeles, latas y plásticos fuera de sitio…

– ¡La gente hace sus necesidades en cualquier lugar…!

– ¡Muchos indicadores están pintarrajeados…!

– ¡Las bicicletas de montaña se meten por todas partes y los caminantes tenemos que tener tanto cuidado como si estuviéramos esquivando el tráfico de la ciudad…!

– ¡Nadie hace caso de las prohibiciones…!

-¡Qué ganas de que se acabe todo esto y la montaña vuelva a ser lo que era…!

Estas y muchas más lamentaciones, cargadas de reprobación y de nostalgia, son habituales entre los excursionistas “de siempre”, los que no han descubierto Collserola con la pandemia, porque ya la disfrutaban antes.

Que conste que no les falta razón. Casi todo lo que afirman es verdad. Pero Utopía regressiva, un artículo lúcido y brillante publicado en el número 293 de la Revista Vértex,  la alpinista Ester Sabadell pone las cosas en su sitio:

Es fácil mirar atrás y que todo nos parezca más bonito. Vivimos en una utopía regresiva. Recordamos lo que nos hace sonreír y olvidamos que en tiempos pasados nosotros nos bañábamos en lagos del Pirineo donde ahora está prohibido, arrancábamos flores sólo para jugar, bajábamos por la tartera del Pedraforca como si esquiáramos, cagábamos a pie de vía dejando el papel un poco tapadito pensando que lo hacíamos genial, tirábamos piel de plátano con la excusa de que estábamos alimentando a los animales, vivaqueábamos donde ahora no se puede… Hemos pasado de ser cuatro cerdos a ser cien cerdos. Este es el problema.

¡Cuánta razón, Ester! Mea culpa. Todo lo que cuentas yo lo hice. Y podría añadir unos cuantos desatinos más de mi propia cosecha: talar hayas jóvenes para montar construcciones de campamento, hacer maravillosos fuegos de campamento donde era obvio que eso era un peligro potencial, cavar un pozo para enterrar y quemar todas las basuras -por supuesto mezcladas- pensando que éramos la repera de limpios y pulidos…

Que quede claro: Collserola es un tesoro para los ciudadanos de Barcelona y de los otros municipios limítrofes a los que también pertenece. Y todos tenemos que cuidarlo muchísimo más, tanto los veteranos como las personas que acaban de descubrirlo, como si fuera nuestro propio jardín. Nos va en ello la salud, la calidad de vida, el bienestar…

Pero, como continúa la autora del artículo: No deberíamos ir dando lecciones a los nuevos como si nosotros fuéramos mejores. Queremos que los lugares sean como los recordamos, pero somos muchos más e, inevitablemente, entre todos hemos ido transformando el paisaje. Cuantos más seamos, más normas necesitaremos para convivir y más difícil será entendernos.

Por eso mismo, más vale que vayamos tomando conciencia y entrenándonos, rechazando ese irritante desprecio individualista a las normas que tienen sentido, que se enfocan al bien común y que son las garantes de la convivencia.

Bueno, vamos a permitirnos sólo cinco minutillos de nostalgia. Pero no dejemos que se apodere de nuestro ánimo. A continuación, arremanguémonos y pongámonos a construir comunidad.

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