Cuando era pequeña uno de mis juegos favoritos se llamaba “matar”. Así, simple y llanamente. Me imagino que ahora no se juega, o al menos no como lo hacíamos nosotras. Era un juego de pelota, que podía admitir un número casi ilimitado de jugadoras, divididas en dos equipos.

En un patio o cualquier otro espacio de tierra, marcábamos “los campos de ambos equipos”, separados por una línea que en ningún caso se podía pisar. La línea la trazábamos arrastrando la punta del zapato, o con un palo, que quedaba como más profesional… y más limpio.

Luego trazábamos otras dos líneas paralelas a izquierda y derecha de la primera, separadas según lo numerosos que fueran los equipos. Cuantos más miembros, más terreno necesitábamos. Esas líneas marcaban “el campo de los muertos”,

Montar los equipos era un proceso según como se mire abiertamente humillante. Dos chicas, designadas capitanas, iban escogiendo alternativamente a quienes otras chicas querían en su equipo. Por supuesto, las que salían escogidas al principio eran “las buenas”, las más hábiles y rápidas con la pelota.

Las chicas que se escogían al final obviamente eran las consideradas “menos buenas”. Pero como que todas queríamos jugar, al final nos conformábamos con lo que había y no parecían generarse grandes traumas con este asunto.

Lanzando una moneda al aire, se decidía quien jugaba primero. Los equipos se distribuían entre sus campos respectivos. Se trataba de “matar” con la pelota cuantas más jugadoras del equipo contrario fuera posible. Matar quería decir tocar con la pelota en alguna parte de cuerpo de la jugadora enemiga, sin que tuviera la oportunidad de coger la pelota antes de caer ésta al suelo.

Para que ello ocurriera, la pelota se debía lanzar con cierta furia, sino, no funcionaba. Cuanto más pequeña era la pelota, más difícil resultaba el juego. La jugadora matada por este sistema se iba al campo de los muertos a esperar.

Si la pelota no tocaba a nadie – o sí, pero se conseguía que no cayera la suelo- pasaba al equipo contrario, que intentaba lo mismo. Y así sucesivamente.

Lo bueno de este juego era que las muertas resucitaban. Porque cuando pillabas la pelota, podías escoger entre matar más enemigas o bien pasarla a la compañera que tenías criando malvas en el campo de los muertos. Así le dabas la oportunidad de resucitar si, desde ese campo, conseguía ella matar una enemiga.

Además, usábamos la bonita técnica de “marear” al equipo contrario, es decir, pasarnos la pelota muy alta y rápidamente entre el campo de las vivas y el de las muertas, para que las enemigas, corriendo arriba y abajo, se despistaran un poco y fuera más fácil abatirlas.

Repasando el juego tal como lo hacíamos en los años sesenta, creo que hoy sería considerado muy incorrecto, lleno de peligros, empezando por el nombre: ¿Dónde se ha visto que un juego infantil se llame “matar”?

Luego estaba el supuesto peligro moral del proceso de selección de las jugadoras, inclemente y desconsiderado. Y finalmente estaba el peligro físico de pegar pelotazos contra el cuerpo de una compañera. Vale, la cabeza estaba prohibida, pero la verdad es que acabábamos todas llenas de moratones en las piernas, aparte de sucias y sudadas… justo antes de volver a clase.

En fin, entiendo que hay que jugar a otro tipo de juegos de pelota, más amables. Pero me voy a permitir unos pocos minutillos de nostalgia. Además, qué caramba, yo era de las buenas.

He encontrado esta bonita foto en el artículo La tradición clásica del juego de pelota.

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