Una vez estuve en una conferencia en español de la que no comprendí nada. Fue sumamente frustrante, porque si bien entendía cada palabra, se me escapaba totalmente el sentido de las frases.

La conferencia había levantado altas expectativas. Ya verás qué discurso pedagógico más bueno tiene la ponente, me dijo mi amiga Laura, que estaba entusiasmada con la perspectiva de escucharla.

Al poco rato de empezar a hablar, un sudor frío -no exagero- me empezó a bajar por la nuca. ¿Qué demonios me pasa que no entiendo nada?,  me preguntaba angustiada… Incluso llegué a pensar que podía ser un aviso del deterioro cognitivo derivado de mi entrada en la tercera edad.

Miré a las personas que estaban a mi lado. Todas ellas arrobadas e incluso tomando apuntes. Tragué saliva y aguanté como pude.

¿Qué te ha parecido? me preguntó Laura al acabar. Laura, lo siento, no he entendido nada. No sé qué me ha pasado, estoy bloqueada, no conseguía seguir el hilo… ¡me he perdido totalmente!

Mi amiga intentó quitarle hierro al asunto. Bueno, es que tiene un discurso intelectualmente muy elevado.

Vaya, Laura, gracias, me acabas de hundir en la miseriapero bueno, ¿al menos me puedes contar de qué iba el asunto?

Laura se extendió contando la trayectoria académica y política impecable de la oradora. Ya, ya -repuse- pero ¿de qué demonios estaba hablando? ¡Reconozco que la paciencia no es una de mis virtudes!

Ahí Laura vaciló un poco, dio algunas vueltas al título de la conferencia en cuestión y al final concluyó que, claro, aquella pedagoga era una intelectual de altísimo nivel y siempre era necesario reposar y releer su discurso. Total, que no supo aclararme de qué iba el asunto.

Creo que desde entonces casi me he obsesionado en intentar hablar claro, a riesgo de parecer infantiloide o intelectualmente justita. A mi modo de ver, la claridad empodera y la confusión debilita. Por eso muchas veces cito una frase de Einstein que me parece sencillamente genial: No puedes estar seguro de que sabes una cosa hasta que no eres capaz de explicársela a tu abuela.

Cuando no captas una cosa que te estás esforzando en entender, te desanimas o incluso te enfadas. Cuando de repente pillas algo que te estaba interesando entender, te animas y te sientes bien contigo misma y con el mundo mundial.

Los discursos al final de los cuales somos incapaces de identificar exactamente qué quiere decir el ponente; o en los cuales nos hemos medio perdido con la dispersión, la confusión, el desorden en la exposición de los argumentos… todo esto nos debilita.  No nos hace más sabios, sino sino más frustrados y desmotivados.

La verdad es que nunca he entendido la afición a contar con 200 palabras lo que se puede entender perfectamente con 20. Bueno, no me refiero a literatura, claro,  sino a textos o conferencias que pretenden transmitir información o conocimientos, contenidos de divulgación.

A veces me pregunto si no será que las personas que inflan sus disertaciones  quieren parecer más inteligentes diciendo cosas que no se entienden. ¿O quizá son reacias a compartir su conocimiento y por ello lo ponen difícil.? ¿Y si en realidad saben menos de lo que parece y la cantidad de palabras y frases huecas es una manera de esconder sus limitaciones…?

Tal vez debemos centramos más en compartir el conocimiento para multiplicarlo, en lugar de centrarnos en lo que tenemos ganas de decir.

Parece que vamos a  tener que acostumbrarnos a vivir en la incertidumbre, en un mundo donde ya no hay nada demasiado estable. Ojalá no nos acostumbremos a la confusión, que no es lo mismo.

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