No, no son innovadoras, ni disruptivas ni transgresoras, en el sentido molón chachi piruli de la palabra.

No salpican su discurso de palabras en inglés, cuantas más mejor.

No triunfan en las redes sociales.

No ganarán el premio a la creatividad, ni serán destacadas como representantes avanzadas del siglo XXI.

No van a crear mañana una start up para venderla al mejor postor pasado mañana.

No tienen puñetera idea de marketing social y frecuentemente no saben vender bien el enorme trabajo que hacen.

Muchas veces no sabemos ni cómo se llaman, pero nos atrevemos con inmensa soberbia a desdeñar su trabajo, a tildarlo de asistencial, conservador y poco o nada transformador. ¡Un poquito más y casi las acusamos de cómplices de la segregación!.

Pero resulta que están luchando cada día a brazo partido contra la exclusión social, la pobreza y la aporofobia. Que si ellas se van, nada funciona, porque trabajan en la retaguardia y en los cimientos de la arquitectura de la solidaridad cotidiana. ¡Prescinde de ellas y todo se desmorona!.

Son las personas del club de la constancia, un grupo muy poco valorado. Están en los barrios, en las asociaciones, en las escuelas, en los hospitales y en todos los rincones donde hay tarea social a desempeñar. Sosteniendo los proyectos, curando las heridas, cosiendo los retazos, alimentando y abrigando. Dejándose la piel, mientras otras personas, las innovadoras-disruptivas- visionarias, señalan el horizonte mientras se toman un gin tonic.

Pero las del club de la constancia no descansan. No se rinden. No saben lo que es esa frivolidad de picotear de proyecto en proyecto que exhiben los arribistas, los oportunistas y los que quieren hacer carrera política simulando un compromiso inexistente. No les importa mantenerse en el anonimato. Están acostumbradas.

Pero yo estoy hasta las narices de que nadie les de las gracias. Espero que nadie se moleste. Me lo pedía el cuerpo.

 

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