Durante este mes de julio dos amigos míos han sido despedidos de sus respectivos puestos de trabajo. No se conocen entre sí y viven en ciudades distantes. No tienen nada que ver el uno con el otro.

Pero comparten características comunes: ambos rondan los sesenta años; ambos han estado fuertemente comprometidos con sus empresas, asumiendo responsabilidades importantes; y ninguno de los dos se esperaba este desenlace.

Ha sido algo más que un jarro de agua fría. Habían invertido mucho esfuerzo, a nivel personal y profesional; se habían expuesto mucho, habían soñado y perseguido el progreso de sus empresas… para acabar con un ¿Sabes? no hace falta que vuelvas, hemos decidido prescindir de ti.

No soy ninguna ingenua happyflower: hay muchas razones para despedir a un empleado, y algunas de ellas pueden ser lógicas y válidas.  La empresa puede estar ahogada y necesitar aligerar la plantilla; el trabajador tal vez no encaja o bien se trata de una persona irresponsable, dañina o tóxica para sus compañeros, etcétera.

Pero una cosa el tener que prescindir de un empleado y otra muy diferente es hacerlo de cualquier manera cuando se trata de personas que se han dejado la piel y han dado la cara por la empresa en multitud de ocasiones,

Nada me justifica en estos casos el aprovechar el viernes o el inicio de las vacaciones, para que haya la mínima relación con los compañeros y cero posibilidades de despedirse como Dios manda. Me parece un modus operandi despótico y cobarde.

Aún en el supuesto de que la persona en cuestión nos haya fallado en algún momento… ¿Pesan sus fallos realmente más que todas las veces en que ha estado al pie del cañón? ¿Justifican sus limitaciones la venganza de un despido frío y desmoralizador? ¿De verdad nos desempeñamos mejor nosotros como jefes que ella como empleada? ¿No había ninguna otra manera de proceder?

No puedo evitar recordar el sabor amargo, -¡a pesar de George Clooney!- de Up in the Air

 

 

 

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