¿Por qué los esfuerzos invertidos en formar al profesorado en metodologías innovadoras no parecen producir cambios sustanciales y sólidos en las aulas?… ¡Oigo muchas veces esta pregunta por parte de asesores de centros de formación del profesorado!.

Y la verdad es que yo me preguntaba lo mismo cuando me dedicaba a la formación en el mundo asociativo. A ver, no es que no cambiara “nada”, tampoco hay que exagerar. Pequeños cambios se daban y se dan.

Lo que ocurría y pienso que sigue ocurriendo, es que hay una desproporción frustrante: la cantidad de esfuerzos organizativos, económicos, materiales que se ponen en juego… sencillamente no se corresponde con las mejoras tangibles que se generan.

Creo que esto ocurre porque esperamos demasiado de la formación a la hora de transformar e innovar las instituciones. Cuando los educadores se forman, lo que es seguro es que esa formación aumenta lo que podríamos llamar su cultura pedagógica general. Adquieren sin duda más conocimientos, son más “sabios”. Y muchas veces aquí se acaba todo: en la capacitación individual.

Pero para producir cambios sólidos y realmente transformadores en las escuelas y en las organizaciones, la formación, siendo necesaria, es insuficiente. Debe generar un compromiso de aplicación. Y los cambios necesitan un liderazgo que los promueva, solitos no se sostienen.

Eso quiere decir que alguien (un director o directora, un equipo directivo, un visionario obstinado… quien sea) debe tener entre ceja y ceja el objetivo de que las cosas “se hagan”, no solo “se piensen”.

Lo cual implica motivar al compromiso, planificar, organizar, ejecutar, evaluar, luchar sin cuartel contra la pereza, las inercias y la desmoralización, perseguir que cada persona encuentre su papel en el proyecto de innovación … en definitiva, liderar el cambio.

Sin liderazgo -colectivo o individual- orientado a mejorar la escuela y las entidades sociales, las innovaciones no cuajan. Incluso, a veces, ni siquiera se llegan a intentar.

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