Cuando tenía 10 años empecé el 1º de bachillerato. Lo que hoy parece una broma de mal gusto, en 1964 era lo normal.

El bachillerato duraba 6 años y conducía a la universidad. Muchos niños y niñas quedaban privados de él ya para siempre.

Incluso el curso anterior a los 10 años se llamaba pomposamente “ingreso en el bachillerato”, como si fuera un curso preuniversitario de la señorita Pepis.

Cuando tenía 14 años sacaba dieces en física y química si haber hecho nunca un maldito experimento de laboratorio. Todo era memorización sobre el papel. Jamás había visto, tocado ni olido las famosas limaduras de hierro. ¡A saber lo que me imaginaba yo que eran las Tierras Raras!

A los 16 años entré por primera vez en una biblioteca pública. Durante muchos años construí mi mapa del mundo con Tintín, Enid Blyton y Julio Verne. Francia quedaba muy lejos, la Pedrera era un edificio desprestigiado y casi no había postales turísticas de Barcelona. Creo que no había ni mar.

Las ensaladas sólo tenían lechuga y tomate, a veces cebolla y aceitunas. Los únicos quesos que comíamos eran el manchego y el de bola: éste a veces se compraba en Andorra, junto con el tabaco, y se escondía en el fondo de la maleta para pasar la aduana.

Cuando tenía 18 años se fumaba tranquilamente en las clases de la universidad, se conducía moto sin casco y nadie se abrochaba los cinturones de seguridad en el coche. Dentro de la facultad había policía y, por precaución, nunca sabías el nombre real de tus compañeros. Funcionábamos con motes.

En esa época, los grupos de tiempo libre teníamos que pedir permiso a la delegación del Gobierno para salir de excursión con los niños y niñas.

Mi hija -que tuvo su primer carnet de biblioteca a los 4 años- cuando tenía más o menos 8 me preguntó: Mamá ¿cuando tu eras pequeña existía la luz eléctrica? Uf, ¡hasta yo tengo mis dudas!

Bueno, parece increíble. Pero ése es el mundo gris, casposo y mezquino que me inspira la reforma educativa del ministro Wert.  Una entrada en el túnel del tiempo para retroceder décadas. No voy a decir nada más, hasta aquí mis emociones y sentimientos.

Lo que creo que conviene leer es la reflexión documentada, estructurada y lúcida de Mariano Fernández Enguita sobre este tema. Una vez más, dando en el clavo.

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