Creo que no hay cóctel más letal para la convivencia que la mezcla de incompetencia, poder y crueldad.

Suerte que no es una epidemia, suerte que todavía nos quedan dos dedos de frente para percibirlo, suerte que hay muchos más incompetentes inocentes que incompetentes crueles…

Pero cuando el poderoso es, al mismo tiempo, incompetente, la crueldad acaba asomando la cabeza. Bueno, no siempre. A veces el incompetente poderoso sólo se limita a rodearse de personas tan o más incompetentes como él, para que su limitación sea menos visible y su autoestima no sufra.

Otras veces el incompetente poderoso sólo va plantando problemas dónde atisba soluciones. Es molesto y cansado, pero no pasa de ahí: coges una pala y un saco y, venga, se trata de ir sacando los problemas uno por uno. Requiere paciencia y fortaleza. Bien mirado… ¡hasta tendríamos que darle las gracias por el entrenamiento que nos proporciona!

Pero en otras ocasiones, el incompetente poderoso es, sencillamente, cruel. Se ceba en las personas buenas, responsables, cumplidoras. Entierra la alegría y la inocencia, siembra inseguridad, tristeza, desesperanza.

Tengo dos amigos que están ilustrando, capítulo a capítulo, el manual del mobbing. Anulados, desprestigiados, aislados, calumniados… intentan mantener el equilibrio, no caer en el pozo de la depresión dónde les empujó la persona cruel, incompetente y poderosa. 

¿Cómo se llegó a esto? ¿Por qué esta crueldad precisamente hacia ellos, los fieles, los hipertrabajadores, los que nunca fallaron a la empresa…? La crueldad es un tirano sostenido sólo por el miedo, dijo Shakespeare. 

El incompetente poderoso no lo sabe, no sabe que no lo sabe y además, tampoco le importa: su incompetencia suele ser esférica. Tiene miedo, pero como también tiene poder, los que le rodean y le halagan disimulan, al estilo de los súbditos del rey desnudo.

¿La inteligencia emocional del incompetente cruel? ¡Al borde del cero!. Llámame cobarde, pero creo que hay que huir de ellos como de la peste.

 

 

 

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