Ayer por la mañana estuvimos en el acto de homenaje a Vicenç Arias, el amigo que todos quisimos tener y que nos dejó hace un mes. La Fundació Catalana de l’Esplai puso su nombre al refugio junto al embalse de Camarasa, un lugar estupendo para campamentos y actividades de aventura. Suena muy bien: Refugi Vicenç Arias.

Una vez más nos volvimos a encontrar un puñado de amigos contentos por el hecho de vernos y tristes por el vacío que todavía notamos. Antes de llegar al refugio, Frederic y yo dimos una vuelta por la Baronía, una zona de acampada actualmente abandonada.

La maleza invadía el llano donde solíamos instalar la carpa del comedor y hacía imposible acercarse al agua transparente; los árboles caídos por las tormentas ocupaban buena parte de la zona de bosque donde montábamos las tiendas; por todas partes había restos de obra destruída de no se sabe quién: cables, ladrillos, trozos de cemento, tubos…

A diferencia del Refugio Vicenç Arias, limpio y vivo, la Baronía me pareció un triste fantasma. No pudimos evitar dejarnos llevar por la nostalgia. Había sido la primera zona de acampada que nos permitió descubrir la belleza agreste y seca del Montsec.

El escenario de nuestras primeras piraguas construídas con bidones, de nuestros primeras noches al raso en la orilla del embalse, y de los últimos campamentos robinsonianos antes de ceder al “noquierolíos-loquierotodohecho”.

 Creo que la nostalgia es como la gripe, un virus aparentemente benigno que, a pesar de ello te puede dejar baldada. Igual que la gripe, hay que dejarla pasar sin ponerse nerviosa. No regodearse en ella, ni huír de ella, pero tenerle respeto y colocarla en su sitio.

Por eso soy partidaria de destinarle máximo diez minutos, saboreándola como si fuera un caramelo amargo. Y luego, a otra cosa mariposa.

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