Corre por internet un texto atribuido al director de la Facultad de Medicina de la Universidad George Washington afirmando que las personas mayores de sesenta años nos encontramos en el pico de nuestro desarrollo intelectual, contra lo que se suele creer.
- Que si no nos acordamos de muchas cosas es por la cantidad de información que hemos acumulado.
- Que, aunque nuestro cerebro ya no es tan rápido como antes, gana en flexibilidad.
- Que, con el tiempo, aumenta la cantidad de mielina en el cerebro, sustancia que facilita el paso rápido de señales entre neuronas.
- Y que, en conjunto, las ventajas cognitivas en la vejez hacen que podamos tomar “mejores decisiones”.
Lamentablemente no he sido capaz de encontrar la fuente original, porque no la aporta ninguno de los entusiastas divulgadores en internet de este texto, pero espero que no sea un bulo, una fake news o un neuromito seductor.
Sin embargo, si a nivel de desarrollo intelectual todo esto serían, de ser ciertas, buenas noticias, a nivel físico puede ser que también estemos minusvalorando nuestras posibilidades. Como dice el atleta popular Miquel Pucurull, autor de Mai no és tard, y ahora de Gambada a gambada, l’alegria de córrer, nunca es tarde para empezar a entrena. Podemos superar incluso el nivel alcanzado en una juventud sedentaria y a cualquier edad, muy especialmente en la madura, el ejercicio físico es un pasaporte extraordinario para vivir mejor. Por cierto, recomiendo vivamente leer a Miquel Pucurull, porque es un auténtico chute de optimismo.
De hecho, creo que yo misma puedo confirmar que, aunque nunca he sido precisamente sedentaria, ahora me encuentro capaz de esfuerzos que antes no podía hacer. Eso sí, siendo realista, esto es aplicable a “determinados esfuerzos”, no a todos.
Pero lo que me preocupa más no es el riesgo de deterioro cognitivo ni el riesgo de deterioro físico. Me inquieta el riesgo de deterioro en el carácter y el peligro de amargar la vida a nuestro entorno si eso ocurre.
Pienso que cabe la posibilidad de que con la edad una se vuelva más impaciente con los demás, sobre todo cuando se tiene esa sensación de que “yo esto ya lo he vivido, sé los problemas que acarrea y me da una pereza enorme tener que aguantar a quienes los ignoran”.
Y también más impaciente con una misma, cuando llegan los achaques -que alguno hay que tener-, o la incapacidad de dormir de un tirón, o la necesidad de ir al baño con más frecuencia o cualquier otro signo evidente de que ya no estamos tan frescas y lozanas como antes. La dificultad, en definitiva, de aceptar el paso de los años en su aspecto menos amable.
Mi amiga Teresa afirma con acierto que al hacernos mayores tenemos que cuidarnos el carácter. No puedo estar más de acuerdo, pero ¿cómo se hace esto? ¿podemos darnos cuenta de cuándo nos empezamos a torcer, a refunfuñar, a obstinarnos en chorradas…?
Creo que, entre otras cosas hay que hacer un pacto con nuestras amistades: Por favor, avisadme si veis que me estoy volviendo…
Claro que para ello hay que tener amistades con las que poder hablar con franqueza, confianza y cariño. Por tanto, cultivémoslas. Aunque sólo sea por un egoísmo que, de rebote, nos va a beneficiar a todos.
En cuanto a mi opinión sobre este artículo, considero que el carácter de una persona nunca cambia ni envejeciendo, ya que por ejemplo, si un hombre ha sido gruñón toda su vida, de mayor lo seguirá siendo. Pueden haber casos excepcionales; como que el hombre que he mencionado antes, se canse de haber sido toda su vida así y quiera vivir su vejez tranquila e intente con ayuda cambiar ese aspecto personal de él. Muy interesante este post.