Una de las vivencias que producen mayor felicidad es estar al lado de una persona sabia. No digo inteligente, digo sabia. Alguien quien te empapa sin agresividad con una fina lluvia de conocimientos cuando te acercas.

De una generosidad sin límites, Joan Soler i Amigó era una de esas personas. Un auténtico sabio, un hombre del Renacimiento, una autoridad en muchos temas. Estudioso sin descanso, autodidacta permanente. Profundamente respetuoso y nada sectario.

A él le debo el despertar de mi interés por la toponímia, una área en la que él era experto. Disfruté cada minuto de su compañía, porque sabía contagiar la curiosidad por cualquier cosa y el placer de saciarla.

Desconfiaba de los vendedores de humo, de los que rebajan el valor de la historia con mayúscula y con minúscula, de los frívolos, de los inconsistentes y de los perezosos mentales.

En los espacios en los que habíamos coincidido, a veces me miraba y me preguntaba ¿esto funcionará…? Yo entonces tenia fama de pragmática y el de erudito y visionario. Siempre nos entendimos bien. Aunque nos habíamos perdido un poco la pista y hacía tiempo que no respondía mis emails, le voy a echar de menos.

Creo que si bien se puede ser inteligente y mala persona, no se puede ser a la vez sabio y mala persona. Joan era la encarnación de ambas virtudes, la bondad y la sabiduría.

Cada vez que recuerde el significado de la Sagrera, la Verneda, Esplugues de Llobregat, la Cruz de Mayo y tantos otros nombres cargados de sentido; cada vez que cante una canción folk o un espiritual negro -aunque ahora se llamen diferente- cada vez que pase por la Conrería… recordaré que tuve el privilegio de conocerle y disfrutarle. Me siento muy honrada.

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