Lo más cerca que he estado nunca de vivir una confrontación violenta entre dos amigos fue hace muchos años en el comedor de mi casa.
Eran dos chicos vascos, se conocían, pero apenas tenían contacto. Yo era el nexo entre ambos. Estaban políticamente muy distantes: uno era militante independentista y pertenecía a la extinguida Herri Batasuna y el otro, no militaba en ningún partido político y por encima de cualquier otra consideración, se declaraba español.
La discusión política había surgido casi sin nadie quererlo, pero prendió de tal manera que parecía que llegarían a las manos. Uno de ellos hasta se levantó de la mesa, agarrándola fuertemente, como queriendo contenerse.
El punto más caliente del enfrentamiento fue cuando el amigo independentista sostuvo que había que expulsar de Euskadi a todos los no-independentistas. Metafóricamente abogaba por un tobogán, para deslizarlos “hacia España”.
Pero… ¿cómo justificas eso? -le pregunté yo- absolutamente asombrada.
No son vascos si no son independentistas – argumentaba – por lo tanto, fuera. Y además no quieren lo mejor para mi país, sino que quieren hundirlo. Por tanto, son enemigos.
¿Y puesto que son enemigos, te los puedes cargar? – preguntaba el otro, indignado.
Esto es una guerra y en la guerra hay muertos – respondía.
Esta frase tremenda, autojustificativa, la volví a encontrar no hace mucho en la novela Patria y me la ha vuelto a recordar No digas nada, de Patrick Radden Keefe, un estudio minucioso de la violencia en Irlanda del Norte, una obra magnífica e inclasificable, a la cual he estado enganchada el último mes y medio. Sin duda, de los mejores libros que he leído últimamente.
No es un ensayo histórico convencional ni una novela histórica, porque si bien relata cronológicamente los acontecimientos violentos acaecidos en Irlanda del Norte desde los años 70 hasta la actualidad, lo hace tomando como hilo conductor a protagonistas reales a los que trata como a personajes de una novela. ¡Se lee de un tirón!
A mi me ha hecho pensar mucho acerca del mecanismo de justificación de la violencia y de los atropellos a los Derechos Humanos. Se basan en considerar al otro, al que piensa diferente o no percibe ni vive el país igual que tú, como un enemigo que puede hacerte mucho daño: a ti, a tu familia, a tu país. Por tanto, tienes todo el derecho del mundo a defenderte… ¡y tienes un montón de enemigos!
¿Cómo se llega a fabular una historia de odio al diferente? ¿Cómo llega una a creérsela? Ése es el misterio.
La verdad es que me da miedo que la pandemia se cobre secuelas nefastas cuanto a aumento de la violencia, fruto de la desesperación. Y que la incertidumbre, que provoca tanta inseguridad, provoque un aumento del número de personas capaces de justificar cualquier atropello mientras éste aparezca como clavo ardiendo al cual agarrarse.
El 45% de los votantes republicanos en Estados Unidos aprueba el asalto al Capitolio, denuncia y analiza Emma Riverola en su artículo Pus, y se pregunta si estamos ante un último estallido de pus o la infección se ha extendido y puede provocar la sepsis del sistema.
La violencia en Irlanda del Norte o la de ETA en España puede parecer un episodio superado, una lacra del pasado reciente, pero, como propone Lina Gálvez en No son necios, una brillante reflexión, haríamos bien en comprobar si el “coronashock” puede o no suponer un punto de inflexión o, por el contrario, una aceleración de las condiciones o tendencias que apuntan hacia un neofascismo en su estado inicial.
¡Cuánta necesidad de respeto, comprensión, amistad, amabilidad, ganas de construir juntos…!
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