He de decir que tengo muchos amigos y amigas que trabajan en las Administraciones Públicas que son excelentes profesionales, con un alto sentido del deber y de la importancia del servicio público.
Yo misma estuve trabajando durante siete años en un ayuntamiento, donde conocí trabajadores estupendos como éstos, pero coincidí también con otras personas que se consideraban a sí mismas una élite social dentro de la población.
Y no tanto por su nivel adquisitivo -que también- sino por su posición de poder respecto al resto de los ciudadanos. En su mano estaba retrasar o avanzar un permiso, hacer llegar una queja, ceder un espacio, facilitar un dato, orientar o marear… una gran cantidad de pequeñas y grandes cosas en las que casi nunca se pueden entretener los políticos, pero que afectan la calidad de vida de la gente.
Tu votabas a los políticos, pero la letra pequeña del día a día no te la resolvía el político, sino el técnico que, en teoría, trabajaba para seguir las orientaciones del político y, -más en teoría todavía- para servir mejor a la población. No les habías votado, pero en realidad mandaban y mucho.
Ha pasado mucho tiempo desde mi etapa en la Administración Pública y me preocupa no tener la certeza de que ese sector de funcionarios abusones de su poder haya disminuido.
Tengo claro que sigue habiendo auténticos trabajadores públicos -una expresión que me gusta mucho más que la odiosa “funcionarios”- modélicos, de esos que te hacen sentir orgullosa de tu ciudad, de tu país.
Pero no tengo claro que a día de hoy las Administraciones Públicas tengan la capacidad de sacarse de encima a los funcionarios indeseables. Los que buscan problemas a las soluciones. Los que encuentran que todo es muy complicado y que, claro, ellos no pueden hacer nada más, que bastante tienen con escucharte y, por cierto, ves acabando que es mi hora del café.
Y no lo tengo claro por varias razones:
- Una, porque muchos de estos funcionarios pertenecen al mismo partido que sus políticos e incluso puede ser que dentro del partido constituyan un poder fáctico. Para el político de turno tiene que resultar realmente complicado enfrentarse a ese funcionario que luego en el partido le va a hacer la cama.
- Dos, porque me temo que los sindicatos de funcionarios no están por la labor. Ostras, ¡ojalá me equivoque!. Me da la impresión de que defienden férreamente sus derechos laborales sin equilibrarlos con los derechos del resto de la población.
- Tres, porque los jefes de verdad, o sea, los políticos, muchas veces no ejercen su responsabilidad poniendo orden. Yo entiendo que tal vez no pueden poner de patitas en la calle a los trabajadores indeseables, pero podrían llamarles la atención, formarles, exigirles, o cualquier cosa que no sea el abandono y la desidia.
Al final, el esconder la cabeza bajo el ala para no ver lo que está pasando tiene unas víctimas claras, que son los ciudadanos y ciudadanas más vulnerables, que no se pueden defender, que no conocen sus derechos, que se sienten intimidados por la soberbia del que tienen enfrente, con un sentimiento permanentemente de perdedores cuando en realidad son abusados y despreciados.
Alguien no está haciendo su trabajo y lo estamos pagando entre todos.
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