Cuando yo era monitora en actividades de verano, me gustaban mucho más los campamentos en plena naturaleza que las colonias urbanas, “casals d’estiu” o escuelas de verano. Para simplificar aquí, voy a llamarlas “colonias urbanas”.

No era la única educadora que percibía los primeros como más satisfactorios, extraordinarios y paradójicamente más relajantes para todos, niños, niñas y monitores.

Aparentemente, una diría que debería de ser al revés: una actividad en la que cada tarde vuelves a tu casa a cenar y dormir suena que tiene que ser mucho más tranquila. Pero no.

La inmersión en la naturaleza, el alejamiento de la ciudad, la austeridad y sencillez buscada en las excursiones, juegos en el bosque, baños en el río o en el lago, cero televisión… nos sacaban de nuestro contexto -algo muy saludable-, nos ponían a todos en nuestro sitio y, si bien en los primeros días exigían una mayor adaptación, pronto se le cogía el ritmo.

Uno de los fenómenos sorprendentes -agradablemente sorprendentes, diría yo- era que en los campamentos, en general, los niños y las niñas “se portaban mejor”: menos caprichosos, más colaborativos, más alegres…

Tal vez podía influir en esto el mismo alejamiento de la familia (todos sabemos que nuestros hijos se portan mejor fuera de casa que dentro), pero, como dice la pedagoga Heike Freirenecesitamos la naturaleza especialmente en la infancia, para madurar nuestro organismo, en general, y nuestro sistema nervioso, en particular; gracias a ella también construimos  una identidad autónoma, en relación de interdependencia con los demás seres vivos.

¡Algo tendría que ver esta influencia positiva del entorno natural en las emociones y comportamientos de la infancia urbanita!

En cambio en las colonias urbanas, nadie desconectaba del todo. Volver a casa cada día podía significar vuelta a la televisión, a la comida basura o la visita sin sentido a las áreas comerciales, algo que nos ahorrábamos unos cuantos días en los campamentos.

En definitiva, los campamentos te permitían explorar intensamente maneras alternativas de vivir. Las colonias urbanas no contenían esa intensidad, esa vivencia profunda.

Pienso en esto cuando veo la preocupación educativa por los programas de verano post covid. Creo que los campamentos en plena naturaleza probablemente son más saludables que las colonias urbanas. No es nada sencillo encontrar una solución viable y yo no soy quién para valorar qué es lo mejor en cada caso.

Incluso aunque no estuviéramos afectados por la pandemia, no sería realista que los niños y niñas pasaran todo julio y agosto de campamentos fuera de casa, por excelentes que estos fueran para su salud física y mental: no hay dinero para pagar esto y además, tampoco lo aguantaríamos, porque hay que reconocer que, aunque más relajados que las colonias urbanas, los campamentos también son muy cansados y la añoranza derivada de un largo periodo fuera de casa acabaría haciendo estragos. ¡Todo tiene su medida!

¿Y buscar algo intermedio? Si lo viable pasa por promover este verano más colonias urbanas y más prolongadas… ¿no podríamos al menos incluir algún campamento en el menú? ¡Tenemos los argumentos educativos y sanitarios a favor!

 

 

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