Pero no lo es, porque se trata de una historia real y me ocurrió en verano. Tiene que ver con esa obsesión de hurgar en el pasado para comprender mejor y superar nuestros traumas.

Paquito era un dolor de cabeza. Lo vimos desde el primer momento que subió al autocar del campamento. Camorrista, enojoso, pesadísimo… A sus doce años -aunque parecía más pequeño- su diversión era meterse con todo el mundo y parecía gozar enfadando a los demás.

Además, ignoraba muchas cosas muy básicas de vida cotidiana: lavarse con un mínimo de eficacia, vestirse con sensatez… Un ejemplo: el campamento estaba en una de las zonas más calurosas de Cataluña y, en pleno mes de julio, más de una vez se ponía un jersey de lana directamente sobre la piel desnuda.

Estaba pasando una infancia difícil, con una familia muy complicada y estancias intermitentes en centros de acogida.

Los otros niños y niñas no tardaron mucho en alejarse de él y en quejarse amargamente. No entendían del todo por qué tenían que aguantarle. Los cuatro primeros días de las colonias los monitores no parábamos de regañarle: ¡Paquito, para de una vez!; Paquito… ¡te he dicho que no tienes que pegar a nadie!; ¡Paquito, deja de molestar a los demás!

Nadie quería sentarse a su lado a la hora de comer, nadie quería que le tocara Paquito en su equipo cuando jugaban a cualquier cosa. Tenerlo cerca era garantía de mal rollo y problemas. Los compañeros con los que compartía la tienda de campaña casi se amotinaron para pedir que los monitores le quitáramos, porque no podían dormir bien por las noches…

Y Paquito, sucio, desordenado y llamativo había llegado a convertirse en el motivo de discusión permanente en las reuniones de monitores. No sabíamos qué hacer con él.

– ¿Nos estamos dando cuenta de que apenas hablamos de otra cosa?

– ¿Y de que siempre le estamos regañando?

– ¡Es que se lo merece!

– Sí que lo merece, pero… llega un momento en que cada diez minutos hay bronca por una cosa u otra…

– Y esto marca el mal ambiente que se respira en el campamento… ¡y nuestro mal humor!

– Deberíamos intentar decirle algo bonito de vez en cuando…

– Pero… ¿cuándo? No podemos felicitarle por una fechoría y hace una cada 5 minutos…

– Ya, pero entre una y otra trastada quizá haya un mínimo espacio de tiempo en el que no…

– Porque necesita respirar!!

– Venga, intentémoslo: a la que le veamos en pausa, digámosle algo amable…

Los monitores nos fuimos a dormir con esta consigna, sin demasiadas esperanzas, pero con ganas de vivir un ratito de paz y buen rollo, por pequeño que fuera.

Resulta que mi tienda estaba frente a la tienda donde dormía Paquito. Yo soy de las que me levanto temprano y al día siguiente, al salir de la tienda, cuando el resto del campamento todavía dormía, me encontré de frente con Paquito, que también salía de su tienda.

Una voz interior me llamó al oído: ¡Corre, aprovecha ahora mismo, que todavía no ha hecho nada!

Paquito, qué guapo que te has levantado hoy – dije lo primero que se me pasó por la cabeza, con una sonrisa de oreja a oreja.

Paquito se quedó pasmado, absolutamente sorprendido… como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

Se me ha agujereado esta camiseta – dijo con cara de preocupación y creo que también fue lo primero que le pasó por la cabeza, pero ciertamente la camiseta que llevaba, con la que probablemente había dormido toda la noche, estaba agujereada, aparte de sucia.

Ah, mira, mientras la lavamos y vemos cómo la arreglamos, te puedo dejar mi camiseta roja.

Era una camiseta unisex y de color llamativo, toda nueva. La saqué de la tienda y se la di.

Rápidamente se cambió, muy contento, y fuimos los dos a lavar la sucia al lavadero. Le ayudé también a lavarse y peinarse y la verdad es que al final ya tenía otro aspecto.

A la hora del desayuno, salvo algún breve enfrentamiento por la rebanada de pan y el queso, no provocó los problemas de otros días. Yo estaba que no me lo creía.

Durante el resto de la mañana no se despegaba de mi lado y yo procuraba hacerle bromas amables y contarle cositas. La idea era no dar ni un centímetro de ocasión material a que se pudiera pelear con nadie. Funcionó bastante bien.

Al día siguiente teníamos una excursión programada, es decir, una actividad de alto riesgo de conflictos y peleas con aquellos niños y niñas que ya de por sí tienen tendencia.

Paquito, necesito que me ayudes a la excursión. Me toca hacer de guía, pero necesito un ayudante para pasar delante conmigo, ir explorando el camino e identificando las marcas.

Se le iluminó la cara. Estaba encantado y respondió muy bien al reto. Durante toda la excursión no hubo ninguna pelea, ningún grito, ningún enfrentamiento con nadie. El resto del grupo de chavales y de monitores estaban que no se lo creían.

Ambos íbamos delante y cada vez que veía una marca blanca y roja o un poste indicador se ponía muy contento. Yo hacía ver que era él quien me había descubierto las pistas.

Al día siguiente abrimos un rincón de lectura después de comer en torno al libro “Elige tu aventura”. Paquito leía poco y mal, por lo que había que buscar algo que no le hiciera sentir marginado y que no le dejara en evidencia.

Uno de los libros se llamaba “El castillo prohibido” y los monitores teníamos la intención de hacer al día siguiente un juego en torno a esta historia. Invité a Paquito a hacer un dibujo inspirado en la cubierta del libro, que serviría para anunciar el juego.

Para mi sorpresa, Paquito empezó a dibujar con mucha gracia el castillo del libro, pero también otras cosas de su imaginación, como un caballo galopando. La verdad es que dibujaba la mar de bien… ¡y nadie se había dado cuenta hasta el séptimo día del campamento!

Cuando acabó el cartel, lo mostré en el resto del grupo.

– Eh, ¡mirad qué dibujo acaba de hacer Paquito!

Los chicos y chicas se acercaron a nuestra mesa, impresionados por la notable calidad del trazo y de los detalles.

– ¡Ostras, qué bonito!

– ¡Qué bien, Paquito!

– ¿Me haces un retrato para llevármelo de recuerdo del campamento?

De repente… ¡generó admiración! La relación de los demás con Paquito había cambiado totalmente. Ya no era el cacharro estropeado que nadie quería.

Durante el resto del campamento, seguía teniendo arrebatos de vez en cuando, pero más breves, menos dramáticos y más llevaderos. A su manera, se integró en el grupo y logró que los demás le aceptaran.

Para mí fue una lección magistral, que me marcó mucho como educadora y que después he podido aplicar en otros momentos de mi vida.

Paquito sólo necesitaba unas cuantas cosas:

  • Apartarse del pozo de agresividad en el que se había caído.
  • Que alguien le dijera algo amable en algún momento , le mostrara confianza y le permitiera sentirse querido.
  • Saberse útil y valorado.

No podía hacerlo solo, todavía era inmaduro y además venía de una historia personal y familiar llena de arañazos.

Creo que a menudo debemos olvidarnos un poco de los errores, de las heridas de nuestra biografía y centrarnos en lo que puede ir bien. Pero tendemos a pensar que sólo hurgando en las heridas podremos curarlas. Bien, quizá a veces sea así, pero historias como la de Paquito muestran cómo puede llegar a ser importante mirar hacia adelante.

La foto que encabeza este post está sacada de https://alterglocal.blogspot.com/2013/11/recordant-el-primer-campament-de.html

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