Nací hace 71 años. Cuando yo era adolescente a una señora de esta edad la veía como a una anciana, probablemente viuda, delicada de salud, vestida de negro y de paso vacilante.

Aunque evidentemente esta imagen estereotipada no responde a la realidad actual -al menos en esta parte del mundo-, creo que corro el riesgo de olvidarme de la edad que tengo. Por bien de salud que esté, que me alimente con sentido común, que haga deporte y tenga la suerte inmensa de estar rodeada de familia y amistades estupendas… es totalmente engañosa mi autopercepción de ser más joven que lo que pone en mi carnet de identidad.

Pero, en bastantes ocasiones, no puedo por menos que atribuir a la diferencia de edad la incapacidad de sintonizar, un cierto distanciamiento o extrañeza hacia algunas tendencias actuales en manifestaciones culturales, en la educación o en los estilos de vida.

Creo que una de las veces en que caí en la cuenta de lo mayor que era fue cuando asistí a una obra de teatro, Rent. Miles de personas entusiasmadas y yo perpleja. No es que no me gustara, es que no podía saber si me gustaba o no porque era encapaz de entender absolutamente nada. No entender es algo que me produce vértigo, es como si acechara la sombra del deterioro cognitivo.

Sin embargo, a medida que te haces mayor constatas -y esto hasta puede ser divertido- que la historia se repite. Creencias, acciones y posicionamientos que te parecían superados y característicos de una época pasada, vuelven con fuerza… y con amnesia.

A partir de un determinado momento, cumplir años brinda esta posibilidad de ir haciendo slalom entre la sabiduría propia de una trayectoria vital larga y la humildad de darte de narices cada dos por tres contra una realidad que ya no comprendes del todo ni controlas.

Sin embargo, sumando y restando, todo tiempo pasado fue peor. Mucho peor.

 

 

 

 

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