Ayer no acudí a la manifestación multitudinaria del 8 de marzo, como me hubiera gustado si los hechos hubieran transcurrido de manera diferente. Creí que esta vez tenía que apoyar la concentración que convocada a la misma hora en la Plaça Sant Jaume, porque de una manera más nítida este acto se posicionaba contra tres temas que en la manifestación quedarían difuminados: contra la pornografía; contra la prostitución y contra la Ley Trans. Y para mí estos temas no son menores. No quiero que se diluyan, porque los considero de la mayor trascendencia.
Además, tenía la convicción de que debía apoyar a Silvia Carrasco y al colectivo Feministes de Catalunya, entre otras cosas, por el acoso y derribo a esta profesora en su Universidad por parte de colectivos dogmáticos e intolerantes. Un acoso que no ha obtenido una respuesta firme por parte de las autoridades académicas.
No me gustó tener que escoger entre ambos actos, pero a veces hay que tomar partido.
Hace exactamente dos años publiqué el post que sigue, a raíz de la celebración del 8 de marzo. Lo he vuelto a leer, como ya hice el año pasado, por si acaso tenía que matizar algo. Pienso que no, al menos de momento.
A los doce años yo quería ser un niño. Lo recuerdo perfectamente. Me parecía que los niños hacían cosas más interesantes, tenían más ventajas y se les hacía más caso. Por otro lado, no me gustaban mucho los juegos “de niñas” ni era demasiado aficionada a engalanarme.
Además, aprendía en la escuela que los hombres eran los protagonistas de la historia. La Historia, así, con mayúscula, era una de mis asignaturas preferidas y en ella las mujeres estaban ausentes o eran actrices secundarias, prescindibles a la hora de contar las cosas que eran realmente importantes…
Si en aquel momento alguna persona me hubiera sugerido que tal vez lo que ocurría era que yo era un niño cautivo en el cuerpo de una niña, creo sinceramente que no sólo me hubiera parecido una idea tremendamente sugerente y plausible, sino que incluso hubiera hecho un esfuerzo por creérmela y defenderla. ¡Qué bien, ya tenía a mano la explicación de mi frustración!
Si en aquel momento la ciencia hubiera estado al nivel que está ahora, si mi familia no hubiera sido tan tradicional y patriarcal, si, en definitiva, la sociedad de entonces fuera la de ahora, yo hubiera podido iniciar un camino para cambiar mi cuerpo de niña a niño, convencida de que eso me haría más auténtica y más feliz.
Suerte que no sucedió así. A la frustración individual de los doce años siguió una adolescencia que me permitió ver el lado colectivo del asunto y, progresivamente, adquirir una conciencia de justicia social. No iba a renunciar a ser mujer, sino a reivindicar derechos y vida plena para las mujeres. Eso fue fruto de la adquisición del pensamiento abstracto, una madurez cognitiva que una no tiene a los doce años.
Bueno, se puede objetar que los niños y niñas de ahora son más listos y maduros que la infancia de los años sesenta. Puede ser, no te digo que no… pero tengo mis dudas, porque la autosugestión existe en todas las edades, pero en la infancia puede tener consecuencias devastadoras.
Por eso comparto con Laura Freixas la preocupación por la Ley Trans, de que esa idea de una “identidad” que puede haberse equivocado de cuerpo lleve de la manita a niñas y niños a tratamientos hormonales agresivos y cirugías irreversibles.
Con otras palabras, pero en la misma dirección, apunta Marina Subirats cuando afirma que se diga lo que se diga en este momento, los géneros no son fruto de deseos personales, sino de modelos construidos por las diversas sociedades y culturas para moldear las criaturas a unos determinados comportamientos, emociones y aspiraciones de acuerdo con aquello que está prescrito para cada uno de los sexos.
Estoy convencida de la buena intención del Ministerio de Igualdad. Seguro que las mujeres que lo dirigen desean lo mejor y lo más justo. Pero creo que no han reflexionado lo suficiente en lo que respecta a los niños y niñas entre 12 y 16 años, como se manifiesta en el articulado del Título II del borrador de la Ley: Rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas.
A los 12 años no se puede desproteger a la infancia, ni siquiera bajo la noble idea de respetar sus deseos.
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