El año pasado lo hice mal. Me dió pena retirar el comedero de aves que tengo colgando en el patio de manzana y estuve alimentando a mis pajaritos hasta bien entrado el mes de junio. ¡Mal, muy mal! Hay que interrumpir en primavera, porque sino interferimos negativamente en su ciclo biológico como animales salvajes que son.
Pero este abril lo he hecho bien y he retirado poco a poco el comedero. Ya no vendrán a alegrarme la mañana mis queridos verderones, serines, gorriones y estrildas. Ni tampoco mis no tan queridas tórtolas, que las muy listas -iba a decir otra cosa- finalmente aprendieron como alimentarse en un comedero que no era precisamente para ellas.
Les voy a echar de menos, con lo que me gusta alimentar a la gente, incluyendo seres humanos. En la foto, dos de mis comensales habituales, un verderón y una estrilda, esperando turno educadamente, cosa que no siempre ocurre. ¡Ya siento el síndrome del comedero vacío!
Pero como van a seguir revoloteando por el patio de manzana, donde hay árboles y frutos en abundancia, creo que voy a concentrarme en identificar mejor sus cantos, aprovechando las lecciones de mi admirada Mireia Querol, cuyo blog recomiendo a todos los enamorados de la naturaleza.
Es curioso porque cuando oigo hablar del síndrome del nido vacío, referido al momento en que la prole se va de casa, no recuerdo haberlo sufrido mucho. Tal vez porque mi hija fue un ave nómada y después de cursar un Erasmus en Italia no paró de explorar y buscarse la vida por otros continentes: Colombia, Australia, Canadá.
No quiere eso decir que no la echábamos de menos, pero al acostumbrarnos más bien pronto a su ausencia, casi vivíamos como extraordinario que parara en casa. En fin… c’est la vie!.
Me consuelo pensando que de la misma manera que el descanso forma parte del entrenamiento, tal vez la ausencia forma parte de la cercanía y del cariño.
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