Acabé la serie Mare of Easttown, que he seguido maravillada. Me ha encantado la trama, el ambiente, la interpretación magistral de Kate Winslet y del resto de actores, inmersos en la vida cotidiana de un vecindario aparentemente corriente y familiar, pero en el fondo atormentado y claustrofóbico.

Desde que arranca, la intriga va tomando energía en cada capítulo. Es una historia triste, que pone de manifiesto la miseria que se esconde debajo de la alfombra de muchas familias y que no acaba ni bien ni mal. En cualquier caso, casi todos los personajes femeninos acusan una profunda frustración y la crueldad de la deuda enorme que a veces se contrae y se paga por los errores -incluso pequeños- cometidos en la juventud. Como muchas historias reales.

Es inevitable con esta serie plantearse el paso del tiempo y el envejecimiento como sacudida permanente. La misma actriz protagonista, casi una adolescente cuando protagonizó Titanic, no quiso edulcorar su personaje ni presentar ningún signo de glamur: cabellos mal teñidos, ropa desgastada, cero maquillaje… para interpretar una inspectora de policía madura, pesimista, hosca y abuela prematura.

Creo que no debemos bajar la guardia frente al envejecimiento, ni por un lado ni por otro. Nada podemos hacer para impedirlo: jamás volveremos a tener el cuerpo y la mente de cuando teníamos treinta años.  Pero frente a esta incontestable verdad, es absurdo emprender una lucha sin cuartel en la que siempre vamos a salir perdiendo.

Y tampoco, atendiendo a esta fatalidad, podemos abandonarnos al destino sin hacer nada por mejorar nuestro estado de salud. Hay un amplio margen que se llama aceptarse y quererse una misma. Me acepto, luego asumo mi edad, mi cuerpo, mis arrugas, mis ojeras… y me quiero, luego intento llevar una vida saludable para que la etapa de la vejez sea en conjunto positiva.

Cuidarse no es sólo un acto de egoísmo -que también- sino que es un acto solidario, por cuanto que, si no nos cuidamos, llegaremos a viejas en peor estado y nuestra familia tendrá que cargar con nuestra desidia. Si sufrimos una desgracia, que no sea porque nos la hemos buscado.

Cada una tiene su fórmula y en realidad no hay grandes secretos. En mi caso, que ya soy abuela, mis medicinas prodigiosas son simples:

  1. Naturaleza y montaña, toda la que puedo, y que me permite experimentar ese resplandor de eternidad del que habla el poeta Joan Maragall.
  2. Correr, que me libera endorfina, serotonina, dopamina, oxitocina y, sencillamente, me pone de buen humor para encarar el día.
  3. Comer sano, que es un absoluto placer.
  4. Rodearme de gente maja y evitar las personas tóxicas, que siempre son más inteligentes que yo. Porque, como comprobó Sigourney Weaver en el primer episodio de Alien, la única manera de sobrevivir a un monstruo al que no se puede vencer es poniendo años luz por medio.
  5. Asistir a la cafeterapia de todos los viernes con amigas tan viejas, bromistas y de vuelta de casi todo como yo.

Puestos a envejecer, que nos pille sin miedo.

 

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