La verdad es que son muy simpáticas, amables, divertidas. Da gusto estar con personas como ellas. Te invitan a cenar, te sirven un buen vino, te sientes acogida. Todo va bien, todo funciona, la vida es bella a pesar de todo.
Hasta que de repente se desliza un comentario casi intrascendente, casi casual, dejando entrever hasta qué punto se sienten triunfadoras porque “se lo merecen”, “porque han trabajado duro”.
Lo contentas que están de haber casado “bien” a sus hijos. Y “bien” significa con cónyuges de profesiones prestigiosas y de estatus social alto y consolidado, sin demasiados riesgos.
Lo que les sorprende que tu hija o tu hijo no haya seguido el mismo brillante recorrido que su prole… ¿será que no se ha esforzado…? ¿que se ha abandonado a lo fácil…? ¡Ellas, en cambio, son ardientes defensoras de la meritocracia! Sin decirlo explícitamente, llegan a minusvalorar a aquellos que no poseen un título universitario.
La cosa se empieza a poner más incómoda, el vino ya no te hace tanta ilusión, la cena tal vez te empieza a sentar mal. Porque poco a poco se van desvelando otras cosas que el cariño y la simpatía ocultaban, acabando siempre en el tópico de la educación:
Lo mucho que valoran que sus hijos se hayan relacionado con gente “como ellas” y se hayan podido emparejar dentro de este círculo de iguales.
Lo mucho que les molestaría la mezcla social en los colegios porque sería demasiado fuerte el riesgo de “bajar el nivel”. Ellas dicen “nivel académico” pero tu sospechas que están hablando en realidad de nivel social.
Empiezas a discutir alguna cosa, pero al poco rato lo dejas correr e intentas cambiar de conversación, navegar por aguas más tranquilas. Estás en su casa, eres su invitada… y estás un poco cansada, la verdad.
Nacieron y viven en el lado guapo del planeta. Lo saben, pero lo olvidan. Que conste que son buena gente, incluso sensibles frente al infortunio y el dolor ajeno. Pero piensan que “lo primero es lo primero”. Hay que ganar dinero, mucho dinero, y luego ya habrá tiempo para la empatía y la solidaridad. Si les comentas que no es posible ganar “mucho dinero” sólo trabajando parece que no te entienden.
La lectura de una genial entrevista de Pablo Guimón a Michael J. Sandel me ha provocado estos recuerdos personales, como también el caso de la universidad privada y prestigiosa cuyo fondo anual para becas nunca se cubría. Los jóvenes estudiantes procedentes de un entorno desfavorecido, por muy brillantes que fueran en su entorno, casi nunca alcanzaban el nivel académico mínimo que exigía esa universidad para conseguir una beca.
La meritocracia es una fantasía peligrosa. Nos avisa Michael J Sandel y yo subrayo algunas frases de la entrevista:
La cultura del mérito llevó a un legítimo resentimiento en las clases trabajadoras, de desastrosas consecuencias.
Esa distancia social anterior a la pandemia consistía en la tendencia de los ganadores de la globalización a separarse de la vida en común, de los servicios públicos, de los espacios comunes de la ciudadanía democrática.
No era solo (la globalización) un problema de justicia y redistribución: era también un problema de reconocimiento y estima social.
El énfasis constante en el ascenso individual a través de la educación superior tenía un insulto implícito: si no has logrado un grado universitario y si no has prosperado en la nueva economía, tu fracaso es tu culpa.
Los exitosos deben preguntarse si es verdad que su éxito es atribuible enteramente a ellos, o si eso olvida hasta qué punto están en deuda con su comunidad, sus profesores, su país, las circunstancias de su vida y, en suma, la suerte que los ha ayudado en su camino. Apreciar el valor de la suerte en la vida puede dar pie a una necesaria humildad.
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