Hace muchos años tuve el privilegio de disfrutar de una playa al sur de Cuba, de aguas casi calientes y medio desierta: apenas cuatro turistas y nosotros.
Mientras caminábamos bastantes metros más allá de la orilla para poder sumergirnos en algún momento, observamos una decena de cubanos sentados en corro cómodamente en la arena con el agua rozándoles la cintura.
Estaban jugando al Trivial -un trivial flotante, claro- y disfrutaban y se reían un montón. Me entraron ganas de acercarme y pedirles si podía jugar un rato con ellos. ¡Me encantan los juegos de preguntas y respuestas! Me pregunté si el alto nivel cultural de los cubanos podía tener algo que ver con aquella manera de disfrutar de los conocimientos.
De hecho, cuando era monitora e iba de excursión con un grupo de niños y niñas por la montaña, frecuentemente les ponía a prueba -y de paso yo me divertía mucho- de la manera siguiente:
Nos parábamos, por ejemplo, frente a un chopo y yo les preguntaba ¿a que no sabéis como se llama este árbol? ¡Normalmente nadie lo sabía! Entonces yo continuaba: bueno, os voy a dar tres respuestas y sólo una es la buena. Venga, poneos por parejas. En ese momento, los ojitos empezaban a brillar. Vamos a ver: ¿es un olmo, es un roble o es un chopo? Pensadlo bien, sólo tenéis una oportunidad.
A partir de las respuestas, obviamente al azar y sin fundamento alguno, pasaba a explicar porque no era ni un olmo ni un roble, y cómo se pueden diferenciar. ¡Ya se había generado una curiosidad!
Muchas veces percibimos el placer que nos da saber cosas, aunque esas cosas no tengan absolutamente nada que ver con nosotros, ni, probablemente, nunca tengamos que utilizar de manera operativa ese conocimiento.
¿Me sirve de algo saber cómo se llama la luna de Júpiter donde se descubrió agua recientemente? ¿Me sirve de algo saber la frase que se atribuye a Galileo con la que esquivó a la Santa Inquisición? ¿Me sirve de algo saber lo que es un trilobite?
Bueno, pues con una mirada muy estrecha sobre lo que es la utilidad y el servir para alguna cosa, la respuesta en los tres casos es que no. No son conocimientos que van a aportarme una aplicación inmediata.
Viene esto al cuento de que últimamente me pregunto si en educación no se nos está yendo un poco la olla con tanta fijación por el procedimiento, y tanto aprender a aprender, al tiempo que parece que no damos tanto valor a adquirir conocimientos o contenidos.
Es evidente hay que aprender a investigar para llegar a conocer cosas pero si sólo recurrimos al ensayo-error o al descubrimiento autónomo y automotivado la cantidad de conocimientos que podemos llegar a descubrir va a ser bastante pequeña y el riesgo de egocentrismo cognitivo bastante grande. Me parece a mi que necesitamos adquirir conocimientos también de manera simple y directa, es decir, porque alguien que los sabe nos lo transmite, sin más historias. Y eso no es menor.
Parece que hablar de contenido o del conocimiento suponga amargar la vida a nuestros alumnos y yo creo que es al revés, que sin ellos les cerramos las puertas a un mundo donde quizás no volverán a entrar si no lo hacen de nuestra mano, dice Yolanda López en un reciente artículo.
Estoy de acuerdo con Yolanda. Saber cosas, conocimientos puros y duros, en realidad es muy útil:
Conocer cosas me sirve interpretar mejor el mundo en el que vivo. Por tanto, para poder analizar, deducir, cuestionar…
Conocer cosas me sirve para sentirme más capacitado, también a la hora de echar una mano a los demás.
Conocer cosas me sirve, indudablemente, para ser un poco más feliz.
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