Ayer estuve en una cena muy especial organizada por ACIDH en el Monasterio de Pedralbes. ACIDH es una organización que trabaja para mejorar la calidad de vida de las personas con inteligencia límite.

Aparte de la visita guiada al Monasterio, que precedió a la cena servida por el càtering de la asociación, fue impresionante el testimonio de una antigua alumna, mostrando extraordinario cariño, agradecimiento y reconocimiento a  los educadores y a toda la organización.

Me recordó mucho Educar-se és de valents, el libro coordinado por Xus Martín merecedor del Premio Marta Mata de Pedagogía. Lo acabé de leer -mejor diría devorar- hace poco. Xus escribe pedagogía de maravilla, con un lenguaje claro y al mismo tiempo lleno de observaciones y reflexiones de profundo calado educativo.

A partir de una introducción que no tiene desperdicio, el libro abraza cinco prácticas de aprendizaje-servicio protagonizadas por chicos y chicas en riesgo de exclusión social, que están intentando reconducir sus itinerarios formativos en UEC (Unidades de Escolaridad Compartida),   centros especializados en atender este tipo de dificultades.

En el primer capítulo Xus reconoce que la separación de estos chicos de la escuela ordinaria es un tema controvertido que pone de manifiesto la incapacidad del sistema para acoger y dar respuesta a las necesidades de todo el alumnado en edad de escolarización obligatoria.

Y sin embargo, afirma que más allá de los argumentos a favor y en contra de la conveniencia de derivar una parte del alumnado a otros servicios, no hemos encontrado ningún joven que haya manifestado el deseo de volver al instituto o que haya criticado el hecho de finalizar su escolaridad en una UEC. Todos los entrevistados afirman sentirse a gusto en una institución más pequeña que les ofrece relaciones entre iguales estrechas y auténticas.

Creo que estos servicios específicos (tanto el de ACIDH como el de las UEC) contribuyen a evitar que “el mientras tanto” no lo paguen los chicos y chicas más vulnerables.

Efectivamente, todos soñamos con una escuela inclusiva que acoja a todo el alumnado en toda su diversidad. Eso quiere decir, entre otras cosas, contar con profesorado formado en la atención a la diversidad, ratios sostenibles, equipamientos adecuados, atención familiar consistente y continuada, apoyo  a los docentes por parte de otros profesionales en el mismo centro…

Pero también quiere decir contar con familias y alumnado sensibilizado y comprometido, capaz de establecer relaciones fraternales, sin las cuales todo los recursos organizativos, profesionales o institucionales pueden disolverse como  terrones de azúcar.

Bien… ¿y mientras tanto esto no lo conseguimos? Por mantener íntegros nuestros principios de escuela inclusiva… ¿obligamos a los chicos y chicas con dificultades a sentirse diferentes e inferiores durante años?

Como en tantas otras causas, tal vez haya que trabajar con valentía y sin rigideces en ambas direcciones: luchar por una escuela auténticamente inclusiva al tiempo que ofrecer recursos específicos para aquellos chicos y chicas que viven en la desventaja y necesitan un espacio acogedor para respirar y seguir adelante.

 

 

 

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