Hace dos días vi La hora de los deberes, un documental impactante por lo simple y descarnado, que pone el dedo en la llaga de las tareas que los niños y niñas tienen que resolver en casa.
La película refleja los esfuerzos titánicos y constantes de un padre que intenta ayudar a su hijo en los deberes escolares y no lo consigue, porque para él mismo las tareas impuestas son difíciles, aunque se trata de una persona adulta con bagaje intelectual y actitud atenta de apoyo hacia su hijo. El padre se siente tanto o más frustrado que su hijo al ver como este no consigue un ritmo de escolaridad normal.
En algunas escenas sorprenden los comentarios hirientes escritos por el profesorado, tal vez con la mejor de las intenciones, pero, en la práctica, con un tremendo efecto desmoralizador. El chico va pasando de curso sin mejora visible en su bajo rendimiento escolar.
En mi opinión la cinta no cuestiona tanto el hecho de tener que hacer deberes en casa, como el sinsentido de algunos de los contenidos de la educación obligatoria que los deberes ponen en evidencia. ¿Y que pasa con los niños y niñas que, además, no cuentan con un padre o madre dispuestos a ayudarles?
Cuando mi hija era adolescente y cursaba la ESO tenía que estudiar sofisticados contenidos gramaticales que me parecían más propios para el alumnado que ya había optado por el bachillerato humanístico que para chicos y chicas que apenas tenían hábito lector, por no decir de expresión oral correcta. ¿Es que no es posible racionalizar esto? ¿Quién decide lo que es obligatorio y quien pone freno al prescriptor que se pasa de la raya?
Y eso me lleva a una de las preguntas que a veces formulan los docentes de las formaciones en las que participo: Me parece genial esto del aprendizaje-servicio, pero ¿cómo puedo incorporar estas prácticas si desarrollar el currículum entero en el curso académico ya es imposible?.
En realidad no puedes -esta es la respuesta honrada- No se pueden incorporar cosas interesantes sin liberar espacio agobiado por cosas absurdas.
El tema es si vamos a atrevernos a hacerlo. Es decir, si vamos a desobedecer, al menos un poco, al menos a veces… Cuesta tomar la decisión, pero para hacer una tortilla hay que romper el huevo. No hay más.
Creo que hay más posibilidades de atreverse si llegamos a acuerdos con colegas de nuestro propio centro, mejor con la comunidad educativa, para trabajar en la misma dirección.
Pero hace falta un debate serio sobre las prioridades a salvar, sobre lo imprescindible. Y aquí chocamos con un importante problema: consensuar el modelo de persona por el que apostar.
Sí, con la ideología hemos topado, porque es preciso comprometerse con un tipo de sociedad, elegir unos determinados valores que marquen el camino.