Durante mi infancia, adolescencia y juventud, Francia era la encarnación del progreso y la civilización, el horizonte que debíamos alcanzar más pronto que tarde.
Francia era la Revolución Francesa, frente a la sombra de la Inquisición; las ensaladas multicolores frente a la tristeza de las ensaladas españolas.
Francia era la música, el cine, la literatura, la gastronomía y la política. La vitalidad asociativa de la Ley 1901 frente a las restrictivas leyes del tardofranquismo.
Y también era el partido comunista más fuerte de Europa. Era la historia, pero también era el futuro.
Francia estaba tan cerca, sólo a doscientos kilómetros y tan lejos, en el mundo de los sueños. Para el norte del sur, Francia era la puerta del norte-norte. Todo en Francia era más limpio, más ordenado, más verde y más bello.
De repente, un día te levantas y ya no la ves. ¿Está dormida? ¿Está ausente…? Cuando Hollande ganó las elecciones, pensé que Francia despertaría y, de paso, nos vapulearía a todos.
Que levantaría a la Europa enferma de austeridad y esclava del mercado. Que se enfrentaria a Merkel. Que volvería a enarbolar la bandera de los derechos humanos. Pero no.
He pasado tres días de primavera en los Pirineos, como tantas otras veces. En los hitos de los senderos pirenaicos, como el de la foto, he querido ver la sombra de su liderazgo, marcando el camino. Pura nostalgia.
Por favor, ¡despierta!
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