Mi amiga Juli suele decir que el undécimo mandamiento es No molestarás.
Ayer, durante una excursión a Montserrat, tuvimos la mala pata de encontrarnos durante un buen rato con un montañero de esos que no paran de hablar con voz demasiado fuerte, con la evidente intención de que todo el mundo se entere de lo que piensa.
Esto ocurre en situaciones de lo más diverso: en el cine, en un bar, en el tren, en la parada del metro, en el mercado… Y probablemente todas estas personas son buenas personas. Pero son molestas.
Por interesante que sea su discurso (lo que no sucede con mucha frecuencia, dicho sea de paso) una se queda frita y harta a su lado. Al principio piensas: bueno, ahora se callará un rato. Pero no: parece que tienen horror al silencio.
A veces creo que soy injusta e intolerante con ellas. ¡Tampoco hay para tanto! Simplemente tienen ganas de que todo el mundo sepa qué les pasa, que sienten o que opinan.
El problema es que, sin ser ningún agravio, ni delito, ni pecado, ésto es tan fastidioso que se te quitan las ganas de estar a su lado.
Volviendo a la montaña, me recuerda una excursión de este verano al pico Anayet: precioso itinerario, un lago al pie de la montaña, su poquito de emoción en los metros finales, vistas estupendas… pero la cima estaba invadida por moscas histéricas. Y cuando digo invadida, digo invadida.
Tanto es así que no aguantamos ni tres minutos en ella. ¿Una bonita excursión? Sí, vale, pero… dudo que la repita. No invita a ello.
Hay buenas personas que no invitan, buenas personas molestas. Me gustaría completar el undécimo mandamiento y recordarlo, porque a medida que nos hacemos mayores nos resulta más fácil olvidarlo.
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