Quizás una cosa buena que tiene la adolescencia de tus hijos es que te mantiene activa, siempre en guardia, exprimiendote las neuronas.
Y, con un poco de suerte, también te mantiene la línea, porque más de una vez te corta el apetito. Esto por el lado positivo, claro.
La verdad es que en esta etapa una suele soñar cuándo abandonarán de una puñetera vez la edad del pavo, cuando cumplirán 18 años o, como dice el chiste, por qué no hiciste caso a tu instinto cuando de pequeños pensabas que estaban para comérselos.
Creo que la vista es un sentido que hay que agudizar en la adolescencia de los hijos, porque necesitamos ver (o imaginar que vemos) en algún momento la lucecita al final del túnel, para ganar confianza y no desesperar.
Recuerdo la primera vez que vi esa tenue lucecita, aunque la salida del túnel aún estaba lejana. Estábamos en el coche mi hija y yo. Ella tenía 15 años y el día “borde”.
De pequeña tenía días -afortunadamente pocos- en que estaba blandita, o sea sensible y propensa a montar un drama por cualquier cosa. Pero en plena adolescencia una lo que tiene son días bordes, y con bastante frecuencia.
Bien, pues era uno de esos días. El tema de discusión era por qué demonios para conducir un coche había que esperar a los 18 años, si a los 15 una ya está suficientemente preparada y es mucho más lista que la inmensa mayoría de torpes adultos que la rodean.
Yo sabía que la argumentación real no iba a funcionar, de manera que no gasté energía en demostraciones inútiles. En cambio, le dije: Bueno, si los jóvenes de 15 años condujesen, habría muchísimos más coches en las calles, el atasco sería monumental y la contaminación se multiplicaría.
Se creó un silencio de 30 segundos, al cabo del cual respondió: ¡Ostras! (en realidad dijo otra cosa, pero tampoco hace falta detallar) ¡No se me había ocurrido!
En ese momento yo pude ver la tenue lucecita, temblando muy lejos, pero ahí estaba. Fue el momento mágico en que las ganas adolescentes de replicar a tu madre sucumbieron ante una idea lógica e inesperada. Por un instante, la razón se volvió más atractiva que la visceralidad.
Vale, por poco tiempo, pero ¡algo es algo!.
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