Aunque ahora vivo en Barcelona estuve 28 años viviendo en Bellvitge, un barrio de L’Hospitalet de Llobregat bastante visible si llegas en avión a Barcelona.
Está relativamente cerca del aeropuerto y los bloques de viviendas se alinean como piezas de dominó.
Se empezó a construir en 1964 y se había planificado para albergar 80.000 habitantes. Por supuesto, no se habían calculado bien los equipamientos, servicios y zonas verdes que eran necesarios para tanta población.
Por ese motivo, y para evitar la masificación, los vecinos nos organizamos en los años 70 y a mediados de aquella década conseguimos parar el plan urbanístico.
La inteligente mezcla de seriedad y persistencia de la movilización vecinal consiguió resultados espectaculares: se paró la construcción masiva, la población ya nunca superó los 40.000 habitantes, y los espacios destinados a más bloques de vivienda se dedicaron a escuelas, ambulatorios, mercados y zonas verdes.
Con ello se combatió el riesgo de marginalidad y se erradicó la mala fama del lugar. Bellvitge pasó de ser el típico barrio obrero dormitorio, a ser uno de los barrios con mejor calidad de vida de la ciudad. De una población muy joven, recién llegada, a muy madura y orgullosa de su barrio.
Precisamente ayer emitieron por televisión el reportaje Las batallas del abuelo, y tuve ocasión de volver a ver las caras de los veteranos luchadores del barrio, enfrascados ahora en la defensa de los equipamientos amenazados por los recortes económicos.
Tengo el privilegio de haber vivido directamente un episodio histórico de la construcción de la democracia en nuestro país.
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