A veces parece que las personas necesitamos una buena mentira para seguir funcionando, para mantener la ilusión, para creer en los héroes o para encontrar sentido al día a día.
Por esto creo que tienen éxito las historias que te explican cosas que querrías que fueran verdad, como por ejemplo Ghost o El laberinto del fauno.
Ahora bien, junto a las fantasías esperanzadoras existen las macabras. Por ejemplo, las que esconden la xenofobia o el fundamentalismo bajo disfraces de guais, de altermundistas, de neohippies o neofranciscanos.
En vez de caras pintadas para hacer soñar a niños y niñas, tenemos rastas, piercings, tatuajes, ropa imaginativa, pañuelos palestinos, eslóganes reivindicativos y lenguaje épico, para vender tres o cuatro ideas maniqueas: “yo tengo la verdad”; “si no estás de acuerdo conmigo, estás contra mí”, “si creo que estás contra mí, no mereces vivir en paz”… Incluso, a veces, “no mereces vivir” a secas.
Es el disfraz de los militantes de la kale borroka, que se apropia de la estética del rebelde y la pone al servicio de la venta del fanatismo. Como marketing para el público adolescente, es bastante redondo, entre otras cosas, porque los adultos lo facilitamos: queremos ser simpáticos con los jóvenes (aunque a menudo nos quedamos en simplemente patéticos) y no ayudamos demasiado a descubrir el engaño.
¿Cuántos adolescentes se han creído el disfraz y la pseudohistòria épica que la acompaña?
Tal vez para muchos de nuestros jóvenes será un sarampión de juventud, un rito iniciático de los que te avergüenzan cuando eres mayor… ¡Ojalá!
Pero… si alguien lanza la semilla del fanatismo, como mínimo que no nos encuentre abonando la tierra.
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