A veces un montón de cosas interesantes, sorprendentemente, se olvidan de manera generalizada, sin que nadie sepa decir bien bien por qué…
Con la celebración anual, el 20 de noviembre, del Día Universal de los Derechos del Niño, florecen iniciativas encaminadas a recordar los artículos de la Convención, que fue aprobada el 20 de noviembre de 1989 por las Naciones Unidas.
Esta Convención mejoraba y completaba, transformando en artículos, lo que sólo eran principios en el anterior texto mundial de referencia, la Declaración de los Derechos del Niño de 1959. Pero a pesar de la mejora, algo se había perdido por el camino…
Muchos años antes, en 1923, la organización Save the Children, de la mano de su fundadora, Eglantyne Jebb, había redactado la Declaración de Ginebra:
La primera Carta de los Derechos del Niño, un documento inspirado de pocas, pero claras y rotundas afirmaciones sobre el deber que tienen las mujeres y hombres del mundo de proteger a los niños y niñas, proporcionándoles alimentación, cura de enfermedades, atención, seguridad.
Los enunciados de Eglantyne Jebb fueron posteriormente desglosados y enriquecidos con los textos del 1959 y del 1989. Todos, menos uno de ellos, que quedó incomprensiblemente olvidado. Sencillamente decía:
El niño debe ser educado en el sentimiento que tiene que poner sus mejores cualidades al servicio del prójimo.
Una idea potente y luminosa quedó incomprensiblemente sepultada. Y, sin embargo, expresa el concepto más noble de participación: los niños y las niñas tienen derecho a contribuir en mejorar la sociedad, en hacer de este mundo un lugar más fraternal y más habitable.
Rescatar del olvido el derecho que tienen los niños y niñas a a ser educados en la generosidad es, sobre todo, reconocer su dignidad como ciudadanos. Sería bueno recordarlo cada vez que celebramos, como hoy, el Día Universal de los Derechos del Niño.
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