¿Estoy soñando o se percibe un renacimiento del antiautoritarismo en la pedagogía? ¡La verdad es que esto me trae muchos recuerdos!

Hace muchos, muchos años, en una galaxia muy lejana…

Yo tenía 17 años y ese verano hice un curso intensivo de alemán. La profesora que me tocó solía tomar un tema concreto, a modo de centro de interés, y todas las lecciones de alemán versaban sobre el mismo. Ese año el tema era la educación antiautoritaria.

Francamente, al principio no creí que me pudiera interesar la cosa. En aquella época yo estaba decidida a estudiar Historia, que era lo que me gustaba, y los temas educativos me caían un poco lejos. Sin embargo, la profesora era una persona apasionada, y consiguió que todos nos interesáramos por un tipo inglés bastante peculiar que se llamaba A.S. Neill, que tenía un internado en un lugar maravilloso llamado Summerhill, donde niños y niñas campaban a sus anchas, hacían lo que les daba la gana, y, lejos de ser un horror, aquello era la quintaesencia de la pedagogía moderna, el camino para llegar a ser personas cultas, modernas, creativas, libres. Era lo que se llevaba. Los colegios tradicionales tenían los días contados, R.I.P.

Las clases fueron apasionantes. Los otros alumnos, todos mayores que yo, discutían con fervor, casi se peleaban. Rápidamente se crearon dos grupos: los que comulgaban con las ideas de la pedagogía libertaria y les parecía un maravilloso descubrimiento; y los que la aborrecían y la encontraban engañosa, peligrosa o nociva para los niños y niñas.

Yo me posicioné irreflexivamente en el primer grupo. ¡Claro que la libertad era buena y deseable! ¡Que nos lo dijeran a nosotras, que llevábamos 17 años de dictadura a nuestras espaldas! ¡Qué bonito eso de educar a los niños confiando en sus deseos, intereses, etcétera!. Parecía tener sentido aquello de que educar para la libertad exigía educar en libertad. De repente, absorbí maravillada mi nueva identidad: yo era antiautoritaria. Jo, qué bien sonaba.

A  cabé de leer el libro entero, todavía lo conservo subrayado, es éste de la foto. Y, aunque me matriculé en la Universidad pensando en la carrera de Historia, quise probar qué era eso de educar. Por esta razón, y sobretodo porque donde yo vivía nunca pasaba nada interesante, me apunté de voluntaria a un esplai -un centro de tiempo libre- del barrio de Bellvitge, un lugar donde, en 1971, muchos taxis no querían acercarse. Aquello cambió mi vida.

El esplai lo llevábamos un grupo de jóvenes idealistas, algunos, como yo misma, más pardillos y desorientados que otros. Orgullosa de saber algo de pedagogía, le dije al cura que dirigía el centro que había cursado un seminario de pedagogía antiautoritaria. Todavía se está riendo. Bueno, me dijo, vas a empezar martes y jueves llevando un taller de dibujo y otro de barro.

Empecé mi andadura como monitora de tiempo libre de niños y niñas de un barrio entonces considerado como marginal. Ahora no lo es. Ahora es amplio, cómodo, llega el metro, hay tiendas y suficientes calles peatonales y espacios abiertos para que sea el paraíso de las bicicletas y los monopatines. Nada que ver con la zona fangosa, cutre y mal comunicada de principios de los 70.

Los niños y niñas reales desmontaron uno por uno todos mis irreales y mal digeridos principios antiautoritarios.  Aprendí yo más de ellos que al revés, ¡suerte que tuve! Me enamoré de Summerhill leyéndolo y me desenamoré practicándolo:

  • Pues no, mirarse el ombligo para decidir si se tienen o no ganas de colaborar en lo que es tarea de todos, no era una buena práctica.
  • Pues no, que te den abrazos y besos cuando la cagas, tampoco.
  • Pues no, la ausencia de límites y prohibiciones no generaban más igualdad y felicidad, sino que era terreno abonado para que los déspotas explotaran a los más débiles.
  • Y sí, era bueno de vez en cuando que el educador impusiera su criterio, marcara cuatro normas y exigiera su cumplimiento.

Un resultado de aquel baño de realidad fue que empecé a frecuentar otras lecturas pedagógicas. Del individualismo del señor Neill me pasé al colectivismo del señor Makarenko, aquel pedagogo soviético implacable que hacía currar a los jóvenes descarriados como medida básica para saber lo que vale un peine y vivir en sociedad.

El Bellvitge de los años 70 me convirtió a la fe makarenkiana. Mis palabras fetiche en educación dejaron de ser el individuo, el placer, la creatividad, la libertad. Empecé a conjugar otros conceptos: el esfuerzo, la organización, la disciplina, la colectividad.  Eran los principios de la pedagogía socialista, que consideraba que para cambiar el mundo, había que ser disciplinado y esforzado -porque va a dar mucho trabajo- y había que anteponer los intereses colectivos a los individuales.

De pronto, comprendí: el paraíso libertario de Neill era para los niños y niñas que se podían permitir vivir caprichosamente porque sus familias les ayudarían sí o sí a encontrar trabajo y resolver sus vidas. Los niños con menores oportunidades no iban a tener ese paraguas… Bien, siguiente reflexión: ¿yo para quién trabajaba?…Punto.

A decir verdad, mi adhesión dogmática a Makarenko me duró bastantes más años que mi adhesión dogmática a Neill, por quien he conservado cierta simpatía.

Pero con el tiempo, todos los dogmatismos, incluidos los educativos, se oxidan. Una tiende a flexibilizar e hibridar, porque la realidad es siempre menos simple y chata que lo que los dogmas pretenden. Me quedo con la ironía, el sentido del humor y la creatividad de Neill, pero también con el espíritu de superación, de lucha comunitaria y ese vivir en el mundo real de Makarenko.

Creo que nuestros niños y niñas, nosotros mismos, somos como las plantas, que para crecer necesitamos un poco de todo: luz, calor, lluvia, frío. Demasiado abono nos mata, demasiado abandono también. Creo en el poder educativo de la bronca y del abrazo, de la risa y del llanto, del juego y del trabajo.

Y creo, sobretodo, que la pedagogítis -siempre un punto dogmática- no debería ahogar el sentido común. A veces la fabulación de la pedagogía produce espejismos.

Pero, en mi opinión, la realidad es más fabulosa que la fantasía.

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