Estuve trabajando esta semana habilidades comunicativas con un pequeño grupo de adolescentes de un PCPI de informática.

Se trata de chicos y chicas rebotados del sistema educativo que intentan encontrar su camino. O no: algunos ni siquiera lo intentan, sólo viven el día a día a la deriva.

En cualquier caso, menos de la mitad son aficionados a la informática. Están en este PCPI porque no han entrado en otro lugar. No hay entre ellos más nexo de unión que la condición de la de ser adolescentes en riesgo.

Claramente, en el grupo había dos sectores:

Por un lado, aquellos que, a pesar de todo, se integrarían bien en un grupo normalizado. Es más: ¡lo necesitan urgentemente! Están sedientos de estímulo positivo.

Por otro lado, aquellos que necesitan una atención mucho más individualizada, una fuerte e intensa tutoría para tirar adelante. La situación de convivencia en grupo les supera por todas partes.

Los segundos limitan las posibilidades y laminan la moral de los primeros. Los primeros no son tan fuertes ni están tan seguros de sí mismos como para asumir y motivar a los segundos. Si les pedimos este esfuerzo titánico, somos injustos con ellos.

El resultado es inquietante. ¿Seguro que esto es bueno? ¿Para quién? ¿Dónde está el beneficio? Si veo este grupo heterogéneo como un obstáculo para ambos sectores… ¿me estoy equivocando?

Quizá lo que ocurre es que no tenemos alternativas viables. Pero si no las tenemos… ¿debemos engañarnos, como en la fábula de la zorra y las uvas, y seguir apostando por este tipo de agrupaciones forzadas, aunque sean un corsé para todos?.

Me temo que nadie querría esto para sus hijos.

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